martes, 3 de noviembre de 2009

Dies Irae

morte-tristeza

Apenas existen en la literatura latina cristiana piezas más famosas, significativas y logradas que este breve poema atribuido con toda probabilidad al fraile menor de la primera mitad del siglo XIII Tomás de Celano, que fue también uno de los primeros biógrafos de san Francisco. Lo que sí puedo decir, ya a nivel personal, es que es un poema impresionante, en una sola palabra, por lo que representó en su momento y durante muchos siglos para el hombre medieval: ese vivir aterrorizado por el miedo a los novísimos, ese constante martilleo "has de morir", "te van a juzgar con total rigidez", "te espera el infierno eterno", "tienes muy pocas posibilidades de salvarte". Así entendido el Dies irae fue el martillo pilón de la Iglesia y el Poder, pero, al margen de esta circunstancia, oírlo en la simplicidad de su versión gregoriana cantado por un buen coro de monjes en la semipenumbra de una antigua iglesia es uno de los mayores placeres espirituales que un amante de la música puede sentir. Mozart hizo una gran versión para orquesta en su Réquiem en re menor (KV 636), pero eso es otro cantar. Eso, aun siendo magnífico, es música para ricos.

En su versión original es un poema monorrítmico que comprende diecisiete estrofas monorrimas de tres versos de ocho sílabas cada una. El ritmo es trocaico, con los acentos principales en las penúltimas sílabas de cada dímetro entre las que casi siempre hay separación de palabras, con la sola excepción de los segundos versos de las estrofas undécima y decimosexta. Acentos secundarios son frecuentemente perceptibles en las primeras sílabas de cada metro. Su destino a una cuidada pronunciación en la recitación o en el canto se manifiesta en la ausencia de elisión de "m" ante vocal (Vv 2 y 3) unida a la observancia de la métrica verbal antes mencionada en la unión de los metros.

El asunto del que trata el poema tenía una larga historia literaria e iconográfica en la tradición cultural cristiana. La Sibila, testigo del juicio final, se halla ya en San Agustín, mientras que David es el símbolo histórico de la legitimidad de la realeza y del poder de juzgar del Mesías, cuyo imperio universal y visible seguiría a su segunda venida.

Desde las manifestaciones plásticas del arte románico, y con más brillantes en los bajorrelieves y vidrieras góticas, el Juicio Final, estaba presente en la mente de los cristianos y había encontrado innumerables expresiones literarias y poéticas. La frase "dies irae, dies illa" se encuentra ya en un poema, también en dímetros rítmicos de mucha más tosca factura, del siglo IX, del que existe más de una versión. En textos de la liturgia de difuntos, tanto de la Misa, como del Oficio y de otros ritos, aparecen, desde varios siglos antes de Tomás de Celano, los diversos motivos tan bellamente desarrollados en este poema.

Ni métricamente, ni por su estructura más profética y de plegaria que narrativa, el Dies irae habría sido nunca una "secuencia" en la primera época de este género literario. En algún momento se ha considerado que quizá fuera concebida como "tropo" antes de ser empleada por la liturgia en la función y el lugar de la "secuencia". Pero tampoco parece haberse logrado un general consenso en este punto. Más bien habría que pensar que fue creada como un poema piadoso y autónomo.

Dies irae, dies illa,

Solvet saeclum in favilla

Teste David cum Sibylla.

Quantus tremor est futurus,

Quando iudex est venturus,

Cuncta stricte discussurus!

Tuba mirum spargens sonum

Per sepulchra regionum

Coget omnes ante thronurn.

Mors stupebit et natura,

Cum resurget creatura

Iudicanti responsura.

Liber scriptus proferetur,

In quo totum continetur,

Unde mundus iudicetur.

Iudex ergo cum censebit,

Quid quid latet apparebit:

Nihil inultum remanebit.

Quid sum miser tunc dicturus,

Quem patronum rogaturus,

Cum vix iustus sit securus?

Rex tremendae maiestatis,

Qui salvandos salvas gratis,

Salva me, fons pietatis.

Recordare, Jesu pie,

Quod sum causa tue vie,

Ne me perdas illa die.

Quaerens me sedisti lassus,

Redemisti crucem passus,

Tantus labor non sit cassus.

Iuste iudex ultionis,

Donum fac remissionis

Ante diem rationis.

Ingemisco tamquam reus,

Culpa rubet vultus meus,

Supplicanti parce, Deus.

Qui Mariam absolvisti

Et latronem exaudisti,

Mihi quoque spem dedisti.

Preces meae non sunt dignae,

Sed tu, bonus, fac benigne,

Ne perenni cremer igne.

Inter oves locum praesta

Et ab haedis me sequestra

Statuens in parte dextra.

Confutatis maledictis,

Flammis acribus addictis,

Voca me cum benedictis.

Oro supplex et acclinis,

Cor contritum quasi cinis,

Gere curam mei finis.

Lacrimosa dies illa,

Qua resurget ex favilla,

Iudicandus homo reus;

huic ergo parce, Deus.

Pie Iesu Domine,

Dona eis requiem

Aquel día, día de ira, reducirá este mundo a cenizas, como profetizaron David y la Sibila.

¡Cuánto terror sobrevendrá cuando venga el Juez a pormenorizar todas las cosas con estricto rigor!

La trompeta, esparciendo un maravilloso sonido por todos los sepulcros del mundo,

reunirá a todos ante el trono.

La muerte y la naturaleza quedarán estupefactas cunado resuciten las criaturas para responder a su juez.

Saldrá a la luz el libro escrito que todo lo contiene, por el que el mundo será juzgado.

Cuando al Juez le parezca oportuno, todo lo oculto saldrá a la luz; nada quedará impune.

¿Qué podré yo, desdichado, decir entonces? ¿A qué protector invocaré, cuando apenas los justos están seguros?

Rey de tremenda majestad, que salvas gratis a quienes van a ser salvados, sálvame, fuente de piedad.

Recuerda, piadoso Jesús, que soy la causa de tu camino, no me pierdas aquel día.

Buscándome, te sentaste cansado;

me redimiste padeciendo muerte de cruz;

no sea vano tanto esfuerzo.

Juez que castigas justamente, hazme el regalo del perdón antes del Día del Juicio.

Gimo como un reo, se enrojece mi rostro por el pecado, perdona, Dios, a quien te implora.

Tú, que absolviste a María y escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza.

Mis ruegos de nada valen, pero tú que eres bueno haz misericordioso que no me queme en el fuego eterno.

Dame un lugar entre las ovejas y separándome de los cabritos colócame a tu diestra.

Rechazados ya los condenados,

y entregados a las duras llamas,

llámame con los bienaventurados.

Suplicante y humilde te ruego,

con el corazón casi hecho ceniza:

toma a tu cuidado mi destino.

Día de lágrimas será aquel

en que resurja del polvo

el hombre culpable para ser juzgado.

¡Perdónale pues, oh Dios,

Piadoso Señor Jesús ¡Dales el descanso!

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