viernes, 1 de mayo de 2009

¿Qué fue del Conde de Saint Germain?

 

sentjermaingi0 En el siglo dieciocho, apareció en la corte del rey Luis XV, un enigmático personaje que se hacía llamar conde de Saint Germain. Entre sus facultades se contaba la capacidad de convertir el plomo en oro y de arreglar, por artes completamente desconocidas, cualquier piedra preciosa que tuviera alguna imperfección. Nadie sabe de dónde salía este taumaturgo ni de dónde sacaba su inagotable riqueza que le llevó a codearse con lo mejor de la sociedad francesa, inglesa, rusa o belga. Su origen, era otro misterio. Algunos decían que era alemán; otros, español. Se barajó también la posibilidad de que fuera italiano, ruso e incluso tibetano; pero lo cierto es que nadie consiguió averiguarlo jamás. En la corte, el enigmático conde de Saint Germain afirmaba ser inmortal y que su sapiencia procedía de un lugar remoto. Cierto día, pronunció las siguientes palabras, que Franz Graffër, consignó en sus memorias: “Desapareceré de Europa -dijo- para ir a la región del Himalaya. Allí descansaré. Tengo que descansar. Dentro de ochenta y cinco años se me volverá a ver“. Con estas palabras, en efecto, desapareció de la escena.

Pero fue en la década de los 70 del siglo veinte cuando un personaje llamado Richard Chanfray, apareció en la vida pública francesa, reafirmando ser el inmortal conde de Saint Germain. Lo cierto es que consiguió, ante las cámaras de televisión, convertir el plomo en oro, sin que aparentemente se viera truco alguno. Se hizo tremendamente conocido en toda Europa  quizás muchos se preguntaran qué fue de él. ¿Sería, en verdad, inmortal tal y como afirmaba? ¿Era en realidad el verdadero conde de Saint Germain?

El 13 de agosto de 1983, el periódico español El Caso publicó en su página 14 una extensa referencia a este singular personaje. En él, se nos explica qué pasó con el supuesto conde y cuál fue su final. Para todos aquellos que nunca supieron el final de esta historia y que son seguidores de la misteriosa figura del conde más enigmático y controvertido que haya dado la historia, aquí está.

Richard Chanfray aseguraba que era inmortal. Durante muchos años tuvo a sus pies a todas las altas damas de la jet-set francesa; le hacían consultas y dictaba oráculos y vaticinios. Consiguió convencer a toda la alta sociedad de que era la reencarnación del conde de Saint-Germain. Sólo había una diferencia. El supuesto conde de Saint Germain era, presuntamente, inmortal. Richard Chanfray acabó sus días en un sórdido vehículo, embotado de barbitúricos e intoxicado, en compañía de una condesa de pacotilla.

El falso conde conoció diez años de gloria. Comenzó en 1973 su mágica carrera en un teatro de París, presentado con todos los honores. “El hombre que trasmuta el plomo en oro“, rezaban los brillantes carteles luminosos. Y, en efecto, a la vista de todos con la precisión de un brujo, Richard Chanfray consiguió convertir en oro el plomo. Cómo lo hacía, es un misterio. Ni los espectadores, ni los prestidigitadores profesionales, ni siquiera las cámaras de video que le apuntaban directamente a los dedos fueron capaces de descubrir el secreto. El truco, si lo había, se lo llevó a la tumba.

Su oscuro pasado, que sólo ha salido a la luz tras su muerte -casi tan novelesca como su vida-, comienza una oscura madrugada en la ciudad francesa de Lyon, en el año 1940. Se crió en la calle, y en la calle aprendió todo lo que más tarde habría de convertirle en el rey de los escenarios. De niño, robó, vendió periódicos, hizo un poco de todo. A los veinte años, sin estudios y harto de pasar hambre, le sacudió a una anciana con una barra de plomo para apropiarse de los pocos francos que llevaba. Seis años se pasó entre rejas, y si la calle fue su escuela, la cárcel se convirtió en su universidad. Salió de allí hecho un galán, hábil, listo y con labia, dispuesto a cualquier cosa con tal de no rozar siquiera la miseria con la punta de los dedos.

Hojeando libros antiguos, halló un personaje que valía la pena; el conde de Saint Germain, un misterioso alquimista, dueño de sí. Entre sus habilidades figuraba, en primer lugar, la capacidad de transformar el plomo en oro; además de pócimas y secretos, de quien la leyenda dice que es inmortal. Richard adoptó la personalidad del mítico conde y aprovechó el gusto de la alta sociedad por la magia y el esoterismo. En pocos meses, se hizo rico. Por su casa desfilaban los nombres más importantes de Francia; era asesor de centenares de famosos. Y, curiosamente, sus pronósticos eran bastante acertados.

En 1976 tuvo la suerte -o la desdicha- de conocer a la cantante Dalila que, por aquel entonces, vivía un verdadero paraíso de rosas y fama, en el momento cumbre de su carrera profesional. Los dos hombres que habían compartido su vida (Lucien Morisse, su marido, y Luigi Tenco, su amante) habían terminado por suicidarse de forma trágica. Cuando Dalila conoció al falso conde, se enamoró de él de inmediato, quizá para olvidar sus dos fracasos. No sabía que él iba a ser el tercer suicidio.

Según cuentan quienes le conocieron, Chanfray, Conde de Saint Germain, tenía un atractivo irresistible. De su intensa mirada emanaba un profundo magnetismo, y parecía capaz de arrastrar a cualquiera tras de sí. Entre sus habilidades figuraba, en primer lugar, la capacidad de transformar el plomo en oro, como su antecesor; además siempre que entraba en un castillo o casa antigua, demostraba palpablemente que ya había estado allí, en otro siglo. Para que no cupiese duda, señalaba la antigua distribución de la casa, tal como él la recordaba, apuntaba los lugares donde había pasadizos secretos, y señalaba con precisión dónde habían estado antes determinados objetos. Claro que todo eso lo sacaba de los archivos de las bibliotecas públicas. Pero nadie, en diez años, supo descubrir el fraude.

Sin embargo, la magia no le sirvió de nada con la cantante Dalila. “Me obligaba -cuenta ésta- a dormir con una carabina del 22 a los pies de la cama. Estaba paranoico perdido“. El 18 de junio de 1976, cuando la pareja llegaba a la casa a altas horas de la madrugada, Richard vio una luz extraña en la cocina; entró, vio a un hombre en calzoncillos sentado sobre la mesa… y disparó al estómago. “Era -cuenta Dalila- el amante de nuestra criada. Afortunadamente, no murió, pero Richard tuvo que padecer un año de prisión y darle al pobre hombre una indemnización de medio millón de francos”.

Ese fue el principio del fin de la romántica historia. Sin dinero, no había posibilidad de acceder al tren de vida que ambos estaban habituados a llevar. Richard lo intentó todo. Quiso grabar canciones, pero su segundo disco fue un fracaso; lo intentó con la pintura, y no vendió un cuadro; se pasó a la escultura de animales en metal, sin éxito. Dalila y el conde se separaron, y cada uno se vio obligado a buscarse la vida del mejor modo posible.

Sin embargo, pese a los problemas, Richard siguió siendo durante un tiempo la estrella de París y Saint Tropez. No tenía un duro, pero le invitaban a todas las fiestas, devoraban sus experimentos y esperaban con fruición sus profecías. Se hizo amante de la baronesa de Trintignan, Paula de Loos, cuyo título no tenía nada que envidiar al del conde. Era millonaria, eso sí; sabía llevar con cordura sus negocios, pero en lo del título…  La falsa baronesa tenía un socio, cuyo nombre no ha sido dado a conocer, que a veces, al parecer, intentaba despistar un poco del mucho dinero que se movía. El conde, en un exceso de celo, quiso velar tanto por los intereses de su amante que no dudó en ponerle una carabina al cuello al socio de la baronesa.

Y otra vez la denuncia, el juzgado, la condena, la indemnización… La baronesa, cargada de deudas, no tuvo capital para ayudarlo, y por tercera vez en su vida el conde, el inmortal, se vio reducido a la condición de simple presidiario. La última vez que se le vio en público, en una de las lujosas fiestas en Saint Tropez, fue en junio de 1983. Había adelgazado lo indecible, y bajo los ojos, dos oscuras ojeras violáceas denotaban sus sufrimientos. El cabello se le había cubierto de canas, y la mirada vidriosa despedía una extraña luz.

El 14 de julio, en un pueblo cercano a Saint Tropez, los dos nobles eligieron la muerte. Se les encontró dentro del coche, con todas las ventanas y puertas selladas, y una ingente cantidad de botes vacíos de barbitúricos. Para más seguridad, habían desprendido el tubo de la calefacción para inhalar los mortíferos gases. Cerca, una carta del conde, unas letras de despedida: “Me voy y me la llevo, porque es tan parecida a mí…”

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