miércoles, 23 de diciembre de 2009

La Leyenda de El Dorado

El Dorado

Conquistadores, exploradores y aventureros buscaron incansablemente El Dorado por toda Sudamérica. En su afán por llegar a esa fabulosa ciudad pletórica de oro y plata realizaron esfuerzos tan colosales como vanos. Algunos descubrieron recovecos insospechados de una geografía formidable y bebieron un sorbo de gloria, a pesar del fracaso en sus expectativas. Otros no hallaron más que penurias, muerte y olvido. Si bien su emplazamiento no correspondía exactamente al territorio de la Argentina, su leyenda estuvo ampliamente difundida en estas tierras, y no faltaron quienes la buscaron infructuosamente en el norte. Buscaron riquezas y estaban llenos de ilusiones por el mundo nuevo que estaban por descubrir.

El sortilegio del oro y la presunción de que era fácil obtenerlo encandilaban a quienes oían las noticias que cruzaban del Nuevo al Viejo Mundo. Muchas se referían a hechos reales, como el saqueo de los dos mayores imperios de la América precolombina: el azteca y el inca. Para muchos, la verdadera emoción fue al conocerse el episodio en que el conquistador del Perú, Francisco Pizarro, exigió para liberar al rebelde Atahualpa su propia altura en oro dentro de un recinto de seis metros de ancho por ocho de largo. Realmente fueron muy ambiciosos los comentarios que hablaban del oro. Pero desde antes circulaban alusiones a inmensas riquezas que se ocultaban en sitios extraordinarios esparcidos por doquier, se tejieron leyendas e historias que hablaban del fabuloso oro. ¿Eran espejismos, memorias de esplendores extinguidos, eran historias inventadas? Hasta el día de hoy todavía son una incógnita.

Entre esas historias maravillosas entre la tradición y la fantasía, brillaba con singular fulgor la de un cacique tan rico que todos los días revestía su cuerpo con oro y después se bañaba en un lago para quitárselo, no sabía qué hacer con tanto oro... En realidad el relato correspondía a la ceremonia de entronización de los jefes entre los indios chibchas, en el norte de Colombia. Para que cada nuevo cacique se consagrara al Sol lo desnudaban, untaban su cuerpo con resina o barro y lo espolvoreaban de pies a cabeza con un fino polvillo de oro. Así engalanado, subía a una balsa cargada de ofrendas preciosas que en el centro del lago Guatavita se arrojaban a las aguas, donde además se lavaba el cacique para entregar a los dioses el oro que lo cubría. El cacique era reverenciado como el Dios máximo para los aborígenes de la región.

Ese ritual había desaparecido antes de la llegada de los españoles y, transformado en leyenda, pasaba oralmente de generación en generación. Sin embargo, los conquistadores se negaron a admitir que semejante prodigalidad fuera cosa del pasado. La codicia confirió a la saga proporciones fabulosas, y desde 1530 se organizaron expediciones para buscar la ciudad del cacique dorado.

A pesar de los años transcurridos, los españoles pensaban que estas ceremonias todavía se hacían en la América que estaban conquistando, por eso buscaban con mucha ambición el oro.

El nombre de El Dorado se atribuye a Sebastián Belalcázar, conquistador de Nicaragua y fundador de Quito, Guayaquil (en Ecuador), Popayán y Cali (en Colombia). Cambió su apellido, Moyano, para adoptar como tal el nombre de la villa de Extremadura donde había nacido. Lúcido y sagaz (a pesar de que nunca aprendió a leer), a los doce años vino a probar fortuna en América, donde acumuló considerable prestigio.

Fascinado por las narraciones marchó hasta la meseta de Cundinamarca (Colombia), donde en 1539 se encontró (en lo que parece ser un caso único en la historia) con otras dos expediciones: los hombres de Belalcázar, los de Gonzalo Jiménez de Quesada (fundador de Santa Fe de Bogotá) y los del alemán Nicolás de Federmann habían ido a parar al mismo sitio sin saber nada los unos de los otros. Cuentan que los primeros iban ataviados con finos trajes de Castilla, los segundos lucían ropajes indígenas y los terceros se cubrían con pieles de animales: todos se llevaron una sorpresa mayúscula.

En 1541, Gonzalo Pizarro, con cinco mil hombres, cuatro mil llamas, dos mil cerdos, novecientos perros y doscientos cincuenta caballos, partió desde Quito en pos de canela y oro. Desoyendo a quienes consideraban temeraria su decisión, Francisco de Orellana le dio alcance. Los agoreros tenían razón: después de tropezar con unos pocos canelos inexplotables, ambos obcecados debieron acordar que Orellana se adelantase con los cincuenta y siete hombres que estaban en condiciones menos deplorables (más de la mitad había muerto y los demás, famélicos y debilitados, no podían continuar). El curso del río Napo llevó a Orellana, no hasta la ansiada ayuda, sino hasta una corriente de agua tan grande que lo paralizó de estupor: había descubierto el río más caudaloso del planeta, y lo bautizó río de las Amazonas. La majestuosidad del río lo impactó y se quedó un tiempo con sus hombres en esa región.

En 1560 se incorporó a la lista de ambiciosos el sanguinario Lope de Aguirre. Integraba las filas del capitán Pedro de Ursúa, pero no vaciló en asesinarle para asumir el mando y proclamarse rey de la Amazonia. Era un hombre de pocos escrúpulos y sin límites en su conducta. Descubrió el Casiquiare (al sur de Venezuela) y se supone que navegó por el Orinoco en toda su extensión antes de que sus compañeros juntaran coraje para matarlo, había sido tan sanguinario, que así terminó sus días. (El director alemán Wemer Herzog dio su propia versión de la aventura en su película Aguirre, la ira de Dios, protagonizad por Klaus Kinski.)

Mientras tanto, los intentos de encontrar oro en el fondo del Guatavita proseguían. Antonio de Sepúlveda se propuso secar el lago en 1580 e hizo perforar una de sus paredes de roca, hasta que un derrumbe sepultó a sus esclavos indios junto con sus ilusiones de grandeza.

Por otra parte, se decía que también en la Guayana reinaba un cacique dorado. El lago donde supuestamente se bañaba era tan enorme como inexistente... a pesar de que durante dos centurias figuró en los mapas. A sus orillas, decían, estaba la ciudad de Manoa, donde hasta las marmitas eran de oro. Atraído por estas noticias, en 1595 incursionó por la región Walter Raleigh, favorito de la reina Isabel I de Inglaterra. El fracaso de su misión y el feroz enfrentamiento ocasionado por la intervención inglesa en dominios españoles desembocaron en su ejecución, en 1618. Fue una muy mala experiencia, el haber ocupado los ingleses tierras conquistadas por los españoles. Por otro lado Raleigh no encontró nada de lo que se había propuesto.

La búsqueda de El Dorado no terminó con la conquista. En este siglo aparecieron más aventureros que trataron de llegar a las tierras donde el reflejo del oro opacaba la luz del sol. El último fue el inglés Percy Fawcett; acompañado por su hijo, recorrió el Mato Grosso hasta que, en vez de fortuna, encontró la muerte.

La leyenda del dorado continuó por mucho tiempo, y a muchos hombres de distintas generaciones, lo atrajo la idea de encontrar el metal maravilloso en grandes cantidades.

Antes, desde 1921, el piloto estadounidense James Ángel buscó oro en las tierras altas de la Guayana venezolana y aseguró haber visto la ciudad de El Dorado en uno de sus vuelos. En 1935 descubrió la cascada más alta del mundo El salto Ángel, de mil metros de altura.

Se tejieron muchas leyendas y se imaginaron de muchas formas la ciudad de El Dorado.

Hoy son historiadores, arqueólogos y antropólogos quienes tientan suerte. Se empeñan en hallar en esa leyenda significados que contribuyan a la comprensión del mundo indígena. Tratan de encontrar mensajes ocultos envueltos en la Leyenda.

Cacique en la balsa Una exquisita pieza de oro, que reproduce la escena del cacique en la balsa, es considerada por muchos estudiosos prueba irrefutable de la existencia de El Dorado. Algunos sostienen que la leyenda encierra dos ideas simbólicas: un inmenso tesoro oculto (el conocimiento) y la fuente de la eterna juventud (la trascendencia). Se unen dos conceptos fundamentales de la vida de los indígenas, por un lado el conocimiento y por otro lado la trascendencia, que era un valor tan importante para ellos.

El oro, que para los europeos poseía un atractivo exclusivamente material, pudo haber tenido un profundo sentido espiritual para los indígenas americanos. Se identificaba con el Sol y su resplandor, tenía carácter de sacrificio y ofrenda, era imagen de fecundidad, vitalidad y poder, también de fuerza y entereza. La plata representaba su opuesto complementario, la Luna.

En la década del 60, el Instituto Nacional de Cultura del Perú organizó una expedición para localizar El Dorado en la floresta del río Urubamba, de acuerdo con referencias obtenidas de crónicas como las de Felipe Huamán Poma de Ayala, que datan del 1600. Ante la falta de contacto con el grupo que se había internado en la selva se inició un rastreo infructuoso. Cuando ya no quedaban esperanzas, a un año de la partida, cerca de Cuzco apareció desfalleciente Núñez de Arco, el arqueólogo que la encabezaba. Después de una larga convalecencia, el investigador sorprendió a todos diciendo que no recordaba nada de lo que había pasado, ni de los compañeros que lo habían acompañado.

Estas tierras australes de la América del Sur también fueron escenario de búsquedas impulsadas por la ambición. Se suponía que en algún lugar del actual territorio argentino se escondía la Ciudad de los Césares.

Una crónica afirmaba que en ella el clima era tan sano que la gente era casi inmortal. Otra aludía a la magnificencia de sus templos, su mobiliario de oro, sus enseres de plata. Un viajero describió un cerro de plata y otro de oro en las cercanías de la urbe. También se dijo que estaba junto a una laguna donde abundaban las perlas, también habitaban los más maravillosos pájaros y plantas silvestres.

A principios del siglo dieciséis se la ubicaba en algún punto entre Córdoba, Santa Fe y Santiago del Estero. Testimonios posteriores fueron corriéndola cada vez más hacia el sur, junto a los ríos Colorado o Negro. Algunos la situaban en el centro de la Patagonia o en el lago Nahuel Huapi e, incluso, cerca del estrecho de Magallanes. También cuando descubrieron las maravillas de Santa Cruz, la ubicaron allí.

El hechizo de la Ciudad de los Césares perduró hasta este siglo, cuando expediciones arqueológicas trataron de encontrar sus ruinas en una amplia región desde La Pampa hasta Santa Cruz. Todavía hay arqueólogos e historiadores que buscan la Ciudad de los Césares.

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