jueves, 1 de octubre de 2009

El Origen de la Religión II

¿DÓNDE EXISTE LA CULTURA MÁS ARCAICA?

¿Cuáles son de los «primitivos» que aun existen sobre nuestro planeta, los representantes de la cultura más arcaica?

Según una teoría aceptada durante mucho tiempo, seguida ciegamente por Durkheim, y a la que se adhiere, entre otros, Lévy-Brühl, serían, sin duda alguna, los indígenas de Australia Central. Lo grosero de su cultura haría ver en estos australianos a los más atrasados de todos los hombres, a los verdaderos primitivos. Pero esta ecuación entre primitivismo y grosería, justa en lo que concierne a los elementos materiales de una cultura, lo es mucho menos tal vez cuando se trata de elementos espirituales. Para formularla se supone que lo más grosero es también lo más simple. Pero, por una parte, si ello es generalmente cierto en el primer caso, no lo es forzosamente en el segundo: en tribus australianas como la de los Arunta, ritos y creencias, por groseras que sean, aparecen ya muy complicadas. Y, por otra parte, habría mucho que decir sobre la relación entre las dos ideas de primitivismo y simplicidad, relación completamente diferente según se trate de una simplicidad de pobreza o de una simplicidad de perfección.

TASMANOIDES Y PIGMEOS

Si se abandona este punto de vista sobre el espíritu para considerar las cosas más históricamente, aparecen nuevas direcciones. Sin duda, los progresos conseguidos con el método no permiten aún --si deben permitirlo alguna vez-- erigir un cuadro completo y definitivo de las diversas culturas en sus relaciones reales y su cronología relativa. El cuadro de Schmidt, que supone el esfuerzo mayor en este sentido, debe considerarse como una hipótesis de trabajo, elaborada después de una serie numerosa de observaciones, pero no como una adquisición irreformable. No concuerda, por otra parte, en todos los puntos con otras, como la de Graebner. Sin embargo, un hecho parece aclararlo. Sin decir nada de los Tasmanianos, cuya raza fue completamente destruida por los colonos ingleses en el espacio de un siglo (1777-1877), antes de que se hubiesen podido recoger sobre sus creencias informaciones concordantes, el grupo de poblaciones llamadas «Tasmanoides» y el de los Pigmeos presentan señales de gran antigüedad.

SU SITUACIÓN GEOGRÁFICA

Los signos extrínsecos, en primer lugar. Su situación geográfica los presenta como autóctonos expulsados de su suelo por nuevas capas humanas: Kurnai y Chepara, rechazados a la extremidad sudeste de Australia; Bushmen del África del Sur; Yaganes y otras tribus de la Tierra de Fuego; Pigmeos de Asia o de África, que se mantienen con grandes dificultades en islotes (islas Andamán) o en aportadas profundidades de las selvas ecuatoriales. Signos intrínsecos: la cultura material de estos pueblos es extremadamente rudimentaria. Esto es cierto sobre todo para los Pigmeos, de quienes es preciso decir algunas palabras.

RAZA Y CULTURA DE LOS PIGMEOS

Considerados largo tiempo como seres legendarios --Bufforn creía todavía que eran simios--, los Pigmeos no comienzan a ser conocidos un poco a fondo hasta la segunda mitad del siglo último, gracias a los trabajos del alemán Schweinfort y del francés De Quatrefages. En la actualidad son cada vez mejor conocidos aunque muy imperfectamente aun. Se les divide comúnmente en dos grupos, bajo los nombres convencionales de Negritos para los de Asia y Oceanía, y de Negrillas para los de África. Desde el punto de vista antropológico, forman, sin duda alguna, razas aparte. Su constitución física es original, no parece el resultado de una degeneración a partir de una raza negra. Si están, en casi todas partes, en vía de desaparición, es por causas completamente externas. Los más numerosos y prósperos son actualmente los del Congo Belga, que, según Schebesta, son cien mil, aproximadamente.

La mayor parte de esos hombrecillos ignoran aún la talla de la piedra; sólo utilizan la madera o el hueso. Algunos de ellos (los Andamanianos) no saben incluso ni producir fuego. Carecen de arte figurado. Sus hogares son simples abrigos de ramaje. No conocen la agricultura y viven de frutos y caza, medios de existencia insuficientes que los hacen depender de sus vecinos la mayor parte del tiempo. Nos encontramos aquí, según parece, con un conjunto cultural más arcaico aún que el de los australianos «paleolíticos».

Por otra parte, las relaciones entre los pigmeos y las razas circundantes son más frecuentes y regulares de lo que se creyó en un principio. Además de los mestizajes, que son muy numerosos, se han ido produciendo mezclas culturales. Tampoco se encuentra aquí un «ciclo cultural» en estado puro, y para reconstruir la cultura pigmea original hay que dedicarse, según una pintoresca expresión de Schmidt, a operaciones de «química etnológica» o, como dijo Rabeau, al «análisis sociológico», operaciones pías o menos aventuradas siempre. No es seguro que, en algún caso, haya pigmeos que hablen su lengua original. Una observación atenta descubre con frecuencia en ellos, aunque en pequeñas dosis, animismo, magia, mitología, incluso totemismo, sin que haya media de afirmar con seguridad si son elementos recibidos de pueblos vecinos más «evolucionaron». Este hecho disminuye la importancia de la oposición, quizá artificial, que existe entre los etnólogos partidarios de la prioridad de los «australianos y los partidarios de la prioridad de los pigmeos». El reconocido arcaísmo de la cultura pigmea permitiría, al menos, ver con más claridad que el desarrollo del totemismo en el que algunos creyeron encontrar la primera forma de religión, es un fenómeno relativamente tardío, y aportaría un dato más al problema capital del origen de la idea de Dios.

ESTA IDEA DE DIOS, ¿APARECE COMO EL FRUTO DE UNA EVOLUCIÓN TARDIA?

LA IDEA DE DIOS ENTRE LOS PRIMITIVOS

Se ha hablado de un monoteísmo pigmeo. La expresión no parece exacta. Pero en muchos de los pueblos llamados primitivos, sin exceptuar a los pigmeos, se comprueba, entre otras muchas superstición es diversas, algunos rastros al menos de creencia en un ser claramente superior, que tiene nombre aparte y diferente de los espíritus de la naturaleza o de las almas de los muertos, incluso cuando tiene algunos rasgos comunes con éstos. Concebido en general bajo formas muy antropomórficas, o incluso zoomórficas, este Ser anuncia ya, sin embargo, por uno u otro de sus caracteres, al Dios de las religiones monoteístas: es poderoso, dueño de la vida y de la muerte, autor del mundo y de los hombres, y en determinados casos, de manera más o menos perfecta, bueno, justa, vigilante... Tal es el vatauineuva de los yaganes, cuyo nombre significa «el Muy Anciano», y que recibe también los epítetos de «Muy Alto», «Muy Poderoso, bueno y cruel (pues da la muerte de la misma manera que protege), y al que se dirigen diciendo «Hipapuan», es decir, «Padre Mío». Tal el Tira-wa que los Pawnee definen «la fuerza de lo alto que mueve al mundo y vela sobre todas las cosas». Tal aún el Nzambi, del que los bantúes del África Occidental dicen: «Es aquel que nos ha hecho, nuestro padre». O el Kalunga de los Ovambo del África del Sur, que lleva en su cintura dos cestos, dispuesto a verter sobre los hombres uno u otro, según su conducta...

En muchos casos, semejante creencia no juega ningún papel en los ritos ni en la vida social, y por esto ha podido pasar mucho tiempo sin ser advertida. «Idea muerta», se ha dicho, sin eficacia. Esto no siempre es verdad. Pero si a veces se ora al Ser superior, éste no es objeto de un culto público, de ritual regulado. Así los Arunta creen en un Altjira, del que cuentan las más extrañas leyendas; pero toda su religión se absorbe prácticamente en los ritos totémicos, que no dejan lugar para la otra creencia. Determinadas tribus del África Oriental llaman a su Anyambie, «dios ocioso». Según otros, después de haber realizado su obra, el Ser superior se fue a trabajar a otros lugares. O bien, después de haber vivido algún tiempo cerca de los hombres, se alejó de ellos, ya a causa de su maldad, ya por temor a su habilidad. «Nzambi nos ha abandonado --dicen los bantúes--, ¿por qué ocuparnos de él? Los Diola del Pagny expresan, sin duda alguna, la misma creencia cuando dicen: «Ha muerto». Los Herreros dan otra explicación: «Es bueno, no es como los espíritus: ¿por qué hemos de tratar de apaciguarle?»

De cualquier manera que haya que interpretar estos hechos, constituyen para la creencia que examinamos un indicio de ancianidad. Este indicio no es el único. Mientras que el Andriamanitra de los malgaches juega en su religión un papel muy difuso, su nombre se encuentra constantemente en las fórmulas de juramento, en ciertas frases rituales, en los cuentos y sobre todo en los proverbios. Las lenguas bantúes ofrecen el mismo fenómeno característico.

DIFUSIÓN GENERAL DE LA IDEA DE LOS «GRANDES DIOSES»

Los descubrimientos de Howitt, en el sudeste australiano, a partir de 1884, llamaron la atención sobre esta clase de creencias. Después Andrew Lang, intrigado por una lectura sobre el Baiame de los australianos del sudoeste, comenzó una investigación cuyos resultados comunicó en 1898, en The Making of Religión, obra un poco romántica, en donde este antiguo discípulo de Tylor sostiene la tesis del monoteísmo primitivo. Desde entonces, numerosos trabajos, resumidos en la voluminosa obra de Schmidt, han venido a demostrar la difusión general de los high gods. Mientras esta difusión no haré reconocida, se podía decir, con Tylor y Curr, que se trataba de influencia de las misiones: explicación totalmente insuficiente, salvo para algunos casos raros. O bien, con Howitt, Durkheim o Van Gennep, se podía suponer que era una creencia tardía, y que el Ser supremo sólo era una réplica, magnificada, engrandecida, del jefe de la tribu, o de su antepasado. De hecho, este Ser aparece con frecuencia, especialmente entre los australianos, como el «Antepasado primitivo» --hasta el punto de que es con este nombre con el que le designa Söderblom--, aunque con más frecuencia todavía presenta los caracteres de un dios del cielo. Pero, incluso en estos casos, es un ser aparte. Es, como dicen algunos pieles rojas, «el Anciano que no ha muerto nunca». Por lo demás, su figura es muy clara en estos pueblos que lo conocen, o casi no conocen, el culto de los antepasados, hasta el punto de que se le puede aplicar el juicio del historiador Eduardo Meyer: «La opinión que hace derivar del culto de los muertos, de la adoración de los antepasados, la creencia en los dioses vivos es absurda».

SU ARCAÍSMO ETNOLÓGICO

Cada vez más, de cualquier manera que se les llama, y de cualquier manera que se represente su génesis en el espíritu del hombre, se debe, pues, reconocer el «arcaísmo etnológico» de los «grandes dioses». Con un R. Lasch, se ve en ello uno de esos «enigmas de los comienzos de la cultura humana que probablemente nunca será posible resolver». Se comprueba, con un F. Heiler, que sus figuras enigmáticas «ocupan un puesto aparte en las creencias de los pueblos salvajes, y que no están en relación genética con la creencia en los espíritus, ni con el culto de los antepasados». El Ser superior no es simplemente el jefe de los espíritus. Existe en otro plano. Dato irreductible que «perturba las síntesis de los etnólogos». Hay que evitar agrandarla, idealizarla, pero es necesario aceptarla tal como es.

ORIGEN RELIGIOSO DE LA RELIGIÓN

Lo que ha hecho que varios sabios no lo acepten es el que les parecía «inverosímil a priori que salvajes desnudos, sin gobierno organizado, incapaces de contar hasta siete, hayan llegado a una concepción filosófica tan sublime». Esta frase de Hartland da fe de un torpe equívoco. Está claro que no podemos suponer que en el primitivo se dé ni una alta filosofía ni una civilización avanzada. Pero, ¿se sigue de aquí que nada en su espíritu pueda superar y trascender el círculo de las más groseras supersticiones? ¿Un pensamiento elevado no puede abrirse camino a través de expresiones --y no sólo expresiones verbales-- ingenuas, incluso groseras, cuya depuración será precisamente el papel del progreso intelectual y moral? Nada permite, para otra parte, reducir a priori el elemento religioso a un elemento intelectual, como tampoco a un elemento social. No es que este doble elemento no entre a formar parte de la religión; pero, ¿basta para especificarla? Cualesquiera que sean las condiciones de su despertar, ¿por qué la religión no puede comenzar por sí misma? En este caso, no tendríamos que preguntarnos si precede del animismo, o de la magia, o de alguna prefilosofía, de algún estado económico o social cualquiera. Más o menos disimulada, más o menos ignorante de sí misma, habría existido siempre... Por lo menos es una hipótesis que no puede ser excluida de antemano.

EL «MANA» Y LOS SISTEMAS PREANIMISTAS

Una demostración paralela semejante a la de los «grandes dioses viene en su apoyo. Hacia fines del siglo pasado, el inglés Codrington, misionero en Melanesia, observó que los indígenas creían en una fuerza, difusa en muchos objetos distintos, y absolutamente diferente de toda fuerza material, a la que llamaban mana. Este nombre estaba destinado a tener una gran fortuna en la etnología moderna. Una concepción análoga, en efecto, existe en muchos pueblos primitivos: el hasina de los malgaches, el tilo de los ba-ronga, el orenda de los hurones, el wakenda de los omaha, etc., o todavía el yok de los tlingit, de quienes J.R. Swanton nos expone con estas palabras la creencia:

«EI tlingit no divide el universo arbitrariamente en cierto número de dominios, gobernados cada uno por un espíritu sobrenatural. Por el contrario, para él el poder sobrenatural se presenta como una amplia inmensidad, una en cuanto a su especie, impersonal, insondable en cuanto a su naturaleza, pero que, cuando se manifiesta a los hombres, toma forma personal y hasta se podría decir humanamente personal, bajo cualquier aspecto en que se manifieste. Así, esta masa de energía sobrenatural se convierte en el espíritu del cielo si se manifiesta en el cielo, del mar si se manifiesta en el mar, en espíritu del oso si en el oso, de la roca si en la roca, etc.

»No hay que deducir de aquí que el tlingit razone constantemente sobre todo esto o sea capaz de enunciar la idea de la unidad de lo sobrenatural, pero parece que éste es su sentimiento, aunque inexpresado. Por esto es por lo que tiene un solo nombre para expresar este poder espiritual, el yok, que sirve para todas las manifestaciones específicas de este poder, y a esta percepción o sentimiento reducido a la personalidad parece habitualmente haberse fijado la idea del Gran Espíritu.

»Esta energía sobrenatural debe ser cuidadosamente diferenciada de la energía natural... En el espíritu del tlingit, es sentida la diferencia entre los dos casi con la misma claridad que entre nosotros...»

Fundándose, sobre todo, en hechos de este tipo se han elaborado los sistemas preanimistas, que no siempre han sabido, más que los otros sistemas, evitar lo arbitrario. Lehmann, autor de una monografía sobre el maruz, ha tenido que reaccionar contra las interpretaciones demasiado abstractas que del mana habían sido propuestas. Con excesiva prisa se había llegado a la conclusión de que la religión del primitiva había pasado por un estadio impersonal y mágico por completo. De una manera más modesta, conviene ver en ello la objetivación grosera, y con frecuencia apenas formulada, de ese sentimiento que Marett llama awe, y Rudolf Otto, sentimiento de lo numinoso. Sólo en este caso podríamos hablar de preanimismo, al menos en este sentido de que sólo semejante sentimiento transforma la filosofía rudimentaria del animismo en filosofía religiosa. Se trata, en todo caso, de una noción equívoca y confusa: más pronto o más tarde, y según las fuerzas intelectuales o espirituales que entren en acción, la actitud que la engendra se trueca en religión o en magia. Estamos en el camino del teísmo o del panteísmo; de la superstición que data de un poder sobrenatural toda clase de objetos materiales o de seres imaginarios, o de la religión que reconoce su fuente en Dios. Veamos en esto sólo un indicio, entre otros, de ese doble sentimiento por todas partes, aunque oscuramente extendido, sentimiento de la unidad de lo sagrado y de su distinción con lo profano.

¿CUÁLES SON LAS RELACIONES ENTRE EL DESARROLLO SOCIAL Y EL DESARROLLO RELIGIOSO?

A esta última cuestión podemos responder, en parte, con todo lo que acabarnos de ver. La historia de las sociedades humanas y la historia a de las religión es, por numerosas e importantes que sean sus relaciones, constituyen dos historias distintas, que no se acoplan siempre, así como tampoco coinciden exactamente con la historia de la inteligencia en sus técnicas. Sin embargo, el marxismo ha intentado renovar, sobre este punto, la tesis de mucho sociólogo burgués, insistiendo, más allá del factor político, en el factor económico. He aquí cómo expone, por ejemplo, los progresos del monoteísmo.

LA TESIS MARXISTA SOBRE LA APARICIÓN DEL MONOTEÍSMO

La constitución de los grandes imperios, nos dice, conducía ya a este resultado, siendo los dioses la sombra celeste de los jefes. Cuando venció el rey de Babilonia, impuso su dios, Marduk, a los pueblos vencidos. Pero fue el comercio quien propagó con mayor pujanza la idea de la unidad divina. El comerciante viajero, sin residencia fija, se encomendaba en todas partes a su dios: éste llegó a ser, pues, omnipresente. A partir de este momento no podía tener ya forma humana: se convirtió en puro espíritu. En el seno de las grandes ciudades cosmopolitas se mezclaba a los otros dioses. «Así se formó la idea de un dios universal, abstracto, reflejo de un hombre abstracto, dominado por la fatalidad del mercado». Tal es ya el Dios del cristianismo primitivo; tal, sobre todo, el de la edad capitalista y el liberalismo económico.

Como la misma religión, y como toda forma de civilización, el monoteísmo sería, pues, un simple reflejo, o, según la palabra clásica, una «superestructura» de la vida económica. No menos opresiva y perjudicial, por lo demás, que las formas más groseras que le han precedido. Con el cambio de las relaciones sociales que resulta del progreso de la economía, con el cambio de las formas de explotación, las representaciones religiosas pueden cambiar. Pero la religión continúa justificando siempre la violencia y la opresión, sanciona siempre tal o cual orden de explotación, como instituido por Dios mismo. La religión comenzó el día que los hombres se dividieron en clases, con la explotación del hombre por el hombre. Debe acabar con esta explotación.

VERDAD PARCIAL

A pesar de algunos detalles que es difícil tomar en serio, reconozcamos que no todo es falso en esta teoría. Por lo menos muchos hechos le dan una apariencia de razón. Según que el hombre sea cazador, agricultor o pastor, todo el sistema religioso presenta caracteres diferentes: la escuela histórico-cultural ha insistido mucho en esta ley. A medida que el grupo humano, primero modesta tribu, se convierte en ciudades después en nación y después en imperio, se cumplen una serie de transformaciones paralelas en los ritos y en los mitos. Es cierto, pues, que se encuentra en éstos un reflejo del estado social --que no es independiente del estado económico-- y que, por consiguiente, concurren a reforzar este estado. Sería necesario solamente, para ser justos, ver también cómo los abusos sociales, la religión así considerada consagra el principio mismo de la sociedad; cómo contribuye, pues, quizá más que cualquier otro elemento, a asegurar la cohesión social, a permitir al hombre perpetuarse, vivir, que es la primera condición para progresar.

Además, hay otra cuestión la esencial. Como el nacionalismo, el materialismo tiene, si se nos permite decirlo, cuantitativamente razón, un poco como la tiene el determinismo para la mayor parte, o la más aparente, de las acciones humanas. Pero lo que cuenta verdaderamente es, con frecuencia, lo que materialmente tiene menos importancia, e incluso para apreciarlo en su justo valor es necesario considerarlo desde dentro. En materia religiosa, el etnólogo, el sociólogo o el historiador, sólo conseguirán puntos de vista superficiales.

Algunos aspectos son, a pesar de todo, demasiado evidentes para permanecer ocultos a quien quiera abrir, los ojos. ¿Es el culto de un Dios sin figura el reflejo de una edad de comercio y de operaciones bancarias? ¿Es el monoteísmo el resultado de una unificación de los poderes terrestres? ¿Cómo se explicará la historia de la India, en la que se han extendido profundos sistemas de filosofía religiosa y altos formas de adoración divina en el seno de una economía primitiva y de una sociedad políticamente amorfa? ¿Se han leído, sobre todo, los primeros preceptos del Decálogo judío? (Poco importa aquí la cuestión de fecha.) « ¡Escucha, Israel! Yo soy Yahvé, tu Dios. No tendrás otros dioses ante mi rostro. No constituirás ninguna imagen tallada (...) Porque Yo, Yahvé, soy un Dios celoso... 29

DOS CLASES DE RELIGIONES MONOTEÍSTAS

No hay necesidad de una observación muy minuciosa para distinguir en nuestra historia occidental, a pesar de sus múltiples implicaciones, dos clases de religiones «monoteístas». La primera es, en efecto, al menos en parte, fruto del desarrollo social al mismo tiempo que del progreso de la redención: poco a poco, a imagen de lo que pasa sobre la tierra, se constituyen panteones. Se organizan, se jerarquizan, sugiriendo la misma multitud y mezcla de los dioses la idea de la unidad de lo divino; por último, el jefe de la sociedad divina crece hasta convertirse en el dios supremo, de quien los otros dioses sólo son servidores. Así ocurre --con numerosas variantes en el proceso-- en Babilonia, en el imperio aqueménida, en el mundo helenístico y en Roma, bajo el Imperio... ¿Hay algún beneficio para la político, para la civilización, para el pensamiento? Sí, y algunas veces muy considerable. ¿Pero hay progreso propiamente religioso? No siempre, y frecuentemente en absoluto. Porque si se supera el antropomorfismo, sólo se va a parar a un divina abstracto o a una Naturaleza divinizada. En la segunda clase de monoteísmo, por el contrario, el Dios único se afirma con exclusividad bravía: «No hay más Dios que Dios». No es el resultado de ningún sincretismo, intelectual o político No se puede hablar a este respecto de integración o concentración, sino de oposición y negación. No es promovido por la evolución, sino que se impone por una revolución. Es un Dios al que es preciso convertirse rompiendo los ídolos. Se tenía hasta aquí, poniendo las cosas en lo mejor, un Principio complaciente, que justificaba las prácticas del politeísmo consuela dando al mismo tiempo las dominaciones carnales, y que constituía en sí mismo la posesión de una pequeña minoría de sabios Se tiene ahora un Ser, no abstracto, aunque completamente espiritual; un Ser intransigente que reclama para sí todo el culto y que quiere ser reconocido por todos; un Ser trascendente que desborda todas las ciudades terrenas, aunque fuese la ciudad del mundo

Sólo este segundo monoteísmo está cargado de fuerza explosiva. Sólo éste lleva en sí el progreso religioso, originando el principio de una transformación radical de las concepciones y de la vida religiosa. Cuando este monoteísmo encuentra al primero debe empezar por triunfar de él utilizándolo después para expresarse, completarse y expansionarse determinando su fin. Ahora bien, este monoteísmo no aparece en los grandes estados unificados, después de poderosas conquistas, a continuación de profundas especulaciones o de grandes transformaciones económicas. Allí hasta donde se puede reconstruir la historia en el estado desesperante de las fuentes, la religión de Zoroastro, «la menos pagana de las religiones paganas, nació en un apartado rincón del Irán, lejos, en todo caso, de ese foco de cultura que era Babilonia, y antes de la era de sincretismo abierta en la misma Babilonia por las conquistas de Ciro. El Judaísmo y el Islamismo también desmienten toda teoría del desarrollo religioso que recurre sólo a los factores extraños a la religión 32 Israel era un pueblo pequeño, de pensamiento rudo, economía rudimentaria, civilización mucho menos brillante que sus grandes vecinos que, uno después de otro, lo aplastaron. Los árabes no tenían apenas unidad antes de la hégira. La idea de Dios, lo comprobamos en sus más altos formas como lo hemos comprobado en sus más humildes manifestaciones, rompe y desborda todos los cuadros sociales y todos los cuadros mentales. Se podría sentir la tentación de decir: «Él espíritu sopla donde quiere.»

¿ESTÁ LA RELIGIÓN AL SERVICIO DE LA OPRESIÓN?

El Espíritu sopla, en efecto y mientras el primero de los dos monoteísmos aunque imperfectamente llamado así --sirve aún para mantener un orden social más vasto, más opulento, pero también, quizá, más tiránico (recuérdese el «monoteísmo solar de Aureliano), el segundo, el único verdadero, el del «Dios Vivo», se convierte para la conciencia humana en el principio de liberación, puesto que es, contra todas las formas de abusos sociales, una reivindicación permanente de justicia. Por lo menos lo es, y al máximo, en la fe que los cristianos han heredado de los judíos. Renan comparaba los profetas de Israel a tribunos socialistas. Esto era rebajarlos extrañamente. Pues ¿qué voz de tribuno socialista igualó alguna vez en poderío a los «rugidos de Amós, el pastor elegido por Yahvé para hacer escuchar sus amenazas contra los que «pisotean al pobre» y «tuercen el camino de los pequeños»? 33 Los profetas son reformadores religiosos y por esto también reformadores sociales. En ellos, Yahvé aparecía como el Todopoderoso, pero su poder no está al servicio de los poderosos de este mundo, está por entero al servicio de la justicia, como su santidad está al servicio de la moral.

Ciertamente, «siempre que una religión cede al concordismo social, es decir, accede a presentar las formas actuales de la economía como realizadoras del plan providencial de la sociedad, da pretexto al reproche» marxista. Esto es frecuente, ya lo sabemos, incluso entre los cristianos. Pero el cristiano más conservador admitirá, si quiere continuar fiel a la inspiración de su fe, que el cristianismo impone al hombre «un progreso constante en la caridad, que debe traducirse hasta en la organización económica y social» (Yves de Montcheuil). Lejos de reflejar esta organización, es, pues, su principio de renovación, de transformación perpetua. Si el historiador no lo advierte siempre a primera vista es porque este principio obra en profundidades que sólo una reflexión prolongada puede alcanzar.

CONCLUSIÓN

Aunque dependa estrechamente, en su expresión objetiva, de la doble analogía natural, por la que concebimos todas las cosas: mundo sensible y mundo social, la idea de Dios aparece en la humanidad como algo espontáneo, específico. Todos los ensayos de «génesis», como todos los ensayos de «reducción» intentados fallan en algo. Ciertamente, de ello no se sigue inmediatamente que esta idea tenga por término un Ser real y que la religión tenga valor absoluto. Tampoco queríamos demostrarlo aquí, sino definir solamente las fronteras entre «conocimiento natural» de Dios y «revelación» Para terminar, bastará indicar que aunque muy escasos y muy oscuros para satisfacer nuestra curiosidad científica, los datos ciertos de la historia religiosa se prestan naturalmente a una interpretación cristiana (no decimos que impongan tal interpretación), y que reciben de ello la más grande inteligibilidad de que son capaces.

En una humanidad hecha a imagen y semejanza de Dios, pero pecadora, constreñida a una elevación larga y difícil, pero trabajada desde su despertar por una llamada superior, es normal que la idea de Dios esté a la vez presta siempre a surgir y siempre amenazada de desaparición. Dos tendencias principales actúan, una que proviene de las condiciones en que debe esforzarse la inteligencia, y la otra, de la desviación moral original: tendencia a confundir al Autor de la Naturaleza con esta Naturaleza a través de la cual se revela oscuramente y a la que es necesario tomar los rasgos de su imagen; tendencia a abandonar al Dios demasiado exigente y demasiado incorruptible por subalternos o ficciones. Las analogías se endurecen, y hasta en los tiempos en que su conocimiento parece haber hecho progresos decisivos, Dios es concebido todavía como un individuo de pasiones humanas o como una abstracción sin resplandor eficaz. Lo mejor se cambia a veces en lo peor, y la gran fuerza de perfeccionamiento del hombre se relaja para fines profanos.

De aquí nace la necesidad de una purificación siempre renovada. A esta purificación, desde los lejanos tiempos de Jenófanes, contribuye la reflexión del ateo, y los más ateos no son siempre los que se creen y se dicen sin Dios. Pero es efecto de una clarividencia todavía ciega el rechazar a Dios a causa de sus deformaciones humanas o a la religión por el abuso que de ella hacen los hombres. Como la religión ha comenzado por sí misma, debe incesantemente purificarse a sí misma; también el monoteísmo, como hemos visto, se estableció por negación, pero esta negación fue fecunda. Por lo demás, bajo una forma u otra, después de las negaciones más desfiguradas, el hombre vuelve siempre a la adoración; ésta es, al mismo tiempo que su deber esencial, la necesidad más profunda de su ser. Dios es el polo que no cesa de atraer al hombre e incluso aquellos que creen negarlo, a pesar de sí mismos, dan aún testimonio de Él, refiriendo, según palabras del gran Orígenes, «a cualquier cosa antes que a Dios, su indestructible noción de Dios».

PERSPECTIVA

Sirviéndose de todas las armas, el ateísmo moderno ha utilizado para la negación de Dios la historia y la etnología religiosa. No ha podido hacerlo sin deformar frecuentemente los hechos. Por lo menos, los ha escogido e interpretado de una forma muchas veces arbitraria, proyectando sobre los orígenes y sobre la evolución de la religión, principios de explicación sacados de su incredulidad. ¿Pero no da él mismo, a pesar suyo, testimonio de la fe? «Cuanto más se afirma el ateísmo --escribe G. van der Leeuw al final de su obra sobre L'homme primitif et la religión--, podemos observar más distintamente en sus tendencias las huellas de experiencias religiosas pasadas (...). El hombre que no quiere ser religioso, lo es precisamente por esa voluntad de no serlo. Puede huir delante de Dios, pero no le es posible esquivarlo». El mismo etnólogo, después de haber mostrado que la llamada mentalidad primitiva es en realidad, en su raíz profunda si no en las formas que puede revestir, una parte inalienable y auténticamente válida de nuestra estructura mental, observa que esta parte de nosotros mismos conoce en nuestros días un extraordinario resurgimiento. El hombre del siglo XX, concluye, «está en trance de descubrir la realidad de sus dioses y también, algunas veces, la de su Dios». De manera que, al salir de una era de racionalismo irreal y asfixiante, el problema esencial es, a partir de ahora, saber si la humanidad cederá, impotente, a esta nueva invasión de sus dioses «de carne y sangre», como antaño Grecia corrió el riesgo de ser sumergida por el ala oscura de lo dionisíaco, o si, por un esfuerzo de luz, encontrará de nuevo al Dios que la ha hecho a su imagen y semejanza y cuyas manos amantes no la han abandonado jamás.

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