viernes, 13 de febrero de 2009

Soledades

 

A lo lejos se divisa el mar; entre los pinos. El viento los mece con suavidad y cantan su canción a la mañana envueltos con olores de verano. A lo lejos se ve el mar. Azul. Y claro, muy claro, tanto, que apenas se distingue la línea del horizonte. El cielo y el mar es un todo azul turquesa que forma mi paisaje. Y sobre él, la vida.

No hay barcos que naveguen, transportándome con la imaginación a otros mares, a otros puertos dónde pueda cantar mi canción con una jarra en la mano. Ya no hay sueños de piratas, ni Robinsones que rescatar. Sólo un mar tranquilo, azul y claro. Y un cielo que ahoga a fuerza de ser hermoso.

Nadie pasea por su playa. Los niños abandonaron sus castillos a medio construir y las olas los deshacen poco a poco. Con cada respiración arrancan granos de arena que llevan a otras playas para que otros niños construyan sus castillos, que luego abandonaran. Y la historia se repite una y otra vez.

Entre los pinos se ve el mar a lo lejos. Y entre los pinos se van enredando mis pensamientos como una tela de araña. Con un ir y venir para no ir a ninguna parte. Para, al final, contemplar al mar entre los pinos.

Las casas se alternan salpicando el bosque de colores discretos. Tratan de pasar desapercibidas, pero no lo consiguen. Nos dejan el olor cálido de la conformidad. El color triste de las soledades pegadas en sus paredes, rompiendo el equilibrio imperfecto de un mar verde y otro azul, bajo un sol amarillo que hiere. Que hace que busquemos la oscuridad de la noche para no sufrir tanto. O para sufrir de otra manera.

Entre los pinos. Siempre. Nunca cara al mar. Nunca ante la realidad que vuelve una y otra vez con cada marea. Nunca frente a la brisa que alivia, que refresca los sentimientos entre el corazón y la garganta. Entre el centro y los dedos que buscan en la arena otros centros abandonados. Otros centros escondidos para que podamos encontrarlos frente al mar.

Entre los pinos, siempre, se ve el mar. A lo lejos. Como si el tiempo lo colocara allí suspendido, al alcance sólo de quienes caminan por otros caminos. De quienes tienen la vida en otros paisajes.

Las palomas vuelan entre las ramas buscando cópulas eternas, eternamente impedidas por el viento. Impedidas por la lluvia que cae y moja el bosque.

El mar, a veces, invade territorios que no le son propios, y sacuden la vida desde sus raíces. Entre los pinos, entonces, no se ve el mar. Sube desde la tierra empapando el aire. Como vómitos de espuma blanca que rodean los troncos y los ahogan.

Y los pinos parecen espectros de naufragios lejanos que quisieran vengarse de Dios. Entre sus ramas grita el viento la palabra. La primera, la última. La que levanta al mar sobre el horizonte y lo arroja al alma con violencia. La palabra nunca dicha ni oída. La palabra grabada en el corazón desde el principio de los tiempos, y que sólo el viento es capaz de gritar entre los pinos.

Y volamos por sus ramas perdidos, enredados en los pensamientos que otros abandonaron.

Entre los pinos, a lo lejos, se ve el mar. Y se ve la Luna, que alumbra una playa blanca. La playa que separa a la vida de la muerte. A la muerte del sueño. Al sueño del bosque que baja para acunarnos y envolvernos en sus brazos con amor.

Las palomas se posan, solitarias, en sus ramas y esperan a que mis ojos las miren para existir.

La montaña tiembla con estertores agónicos cuando mis pasos me alejan, sin saberlo, del fuego frío que late en sus entrañas. Y debo permanecer, inmóvil, observando el girar del mundo sobre los pinos. Sobre mi horizonte azul cargado con el peso de todos los cielos.

Siento mis pies hundirse en el humus fresco y convertirse en raíces. Viejas, retorcidas y cansadas raíces que no alimentan lo suficiente para dar frutos. Sólo mantienen la vida para que sepa que nunca saldré de allí. Que estoy solo en medio del bosque. Isla triste en un mar verde que contempla, a lo lejos, otras islas en mares azules. Quizá, en cada una de ellas, haya alguien como yo, que garantice a la isla que lo seguirá siendo. Que aunque el tiempo sea otro, nada cambiará, porque la soledad de uno afianza a la isla al fondo. Ancla a la isla con la fuerza infinita del ansia de movimiento que nunca se realiza.

Somos islas dentro de otras islas. Como muñecas rusas con las que juegan los recuerdos de otros que sí fueron capaces de moverse. Que rompieron las viejas raíces para contemplar al mar desde la orilla.

Entre los pinos, a lo lejos, se ve el mar. Siempre será así. Y las casas, a mí alrededor, seguirán teniendo color de soledad. Aunque la apariencia de vida las envuelva. Aunque el sol las ilumine con reflejos dorados y parezcan dioses los que viven en ellas.

Las palomas seguirán quietas en sus ramas, resignadas a escuchar el grito del bosque. A soportar la lluvia de cielos que lloran su hermosura.

Pasará la vida por mi paisaje con la quietud de un cuadro. Con la serenidad de una respiración en la tarde cálida de cualquier verano.

Y cuando alguien me recuerde, si es que sucede, pensará en sueños quietos, varados en mares soñados por otros. Como islas, en mares lejanos, que aguardan a náufragos para hacerlos reyes. Solitarios reyes de reinos solitarios que existen sólo porque existen náufragos que se creen reyes.

Si sucede. Si alguien piensa en mí, lo hará pensando que entre los pinos, a lejos, se ve el mar. Y puede que ese recuerdo me haga volar. Como las palomas que otros vieron, y juegan con el viento arrullando las palabras que nunca oí.

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