Existen varios tipos de magia. La magia del ilusionista teatral que saca conejos de los sombreros de copa, corta por la mitad con sierras a señoritas y, últimamente, adivinan los números de la lotería...
Por otro lado, tenemos la magia que estudia el antropólogo, que consiste en supersticiones ingenuas, ritos primitivos de fertilidad, y curiosidades folklóricas que han sobrevivido al tiempo.
Está también la magia negra que va en contra del libre albedrío de la persona, y se suele utilizar con fines malvados como asesinatos rituales, amarres de amores, etc.
Y por último tenemos la magia del ocultista, cuyos orígenes deben buscarse no en la leyenda o en el folklore, sino en la literatura hermética y gnóstica.
Los textos más antiguos que componen la literatura hermética, suelen estar escritos en forma de diálogos explicativos entre dioses y diosas. Una de las figuras principales de estos diálogos es Hermes Trimegisto (Hermes, el tres veces grande), que es una manifestación particular de una deidad griega a la que, por lo menos cuatrocientos años antes de Cristo, se identificaba con Thot, dios egipcio de la escritura, la sabiduría y la magia.
Existen varias recopilaciones de textos herméticos, pero la que más profundamente ha afectado al desarrollo de la magia occidental ha sido el «Corpus Hermeticum» y sobre todo su primer tratado, «El Divino Poimandres».
El autor relata de qué forma fue arrebatado en el espíritu y contempló al divino Poimandres, esencia de la omnipotencia, a quien suplicó que le concediera el conocimiento directo de Dios y de la Naturaleza del Universo.
La respuesta a su deseo de conocimiento fue una visión de tinieblas y luz; de las tinieblas procede la sustancia básica de la que está compuesto el universo; de la luz surgen el espíritu y la razón. De este espíritu nace el Demiurgo, creador del cielo y la tierra, y el hombre original, cuya residencia natural son las estrellas. El hombre original queda prendado de su propio reflejo en las aguas de la tierra, desciende hacia él mismo y queda atrapado en el mundo de la naturaleza terrenal.
De este hombre caído desciende la humanidad actual, dotada de un espíritu inmortal capaz de ascender hasta la divinidad, y atrapada en un cuerpo mortal pero capaz de alcanzar la liberación de la materia y la unión con Dios.
Un texto sagrado de los antiguos teúrgos era el de los "Oráculos caldeos", una colección de sentencias atribuidas a Zaratustra, el reformador de la religión persa, pero recopiladas, y quizás escritas, por Juliano, neoplatónico del siglo II d.C. Muy poco es lo que se sabe de la vida de Juliano. Los autores paganos de épocas posteriores le presentan como un teúrgo dotado de grandes poderes, capaz de invocar a los dioses para que adoptaran forma visible, de viajar en espíritu a cualquier lugar y de controlar los fenómenos atmosféricos.
Los «Oráculos caldeos» tuvieron considerable influencia en el desarrollo de la magia occidental aunque hoy son uno de los muchos libros perdidos de la antigüedad. Pero son tantos sus fragmentos citados por otros autores que podemos hacernos una idea aproximada de su contenido. Por ejemplo, sabemos que se oponían a la adivinación mercenaria y a la creencia fatalista en un futuro predestinado; una de sus frases dice: "No dirijas tu mente hacia las vastas superficies de la Tierra, pues la planta de la verdad no crece en el suelo. Tampoco midas los movimientos del Sol, pues se mueve impelido por la Voluntad Eterna del Padre, y no lo hace para ti... El vuelo de las aves no proporciona auténtico conocimiento, ni tampoco la disección de las entrañas de las víctimas. Estos son simples juegos, instrumentos de fraude mercenario: huye de ellos si quieres entrar en el sagrado paraíso".
Los «Oráculos caldeos» insistían en la importancia que tienen en los ritos teúrgicos los encantamientos, extrañas palabras de muchas sílabas y origen desconocido, que se han venido repitiendo en todo rito mágico desde el Egipto de los Ptolomeos hasta hoy en día. Según Juliano, no se puede cambiar ni una sílaba de estas fórmulas, que poseen un poder inefable.
La teúrgia tuvo suma aceptación entre los filósofos paganos, que la consideraban como algo situado por encima de la Filosofía, ya que permitía el acceso directo a los dioses. Según el neoplatónico Jámblico, no es el pensamiento lo que conecta a los teúrgos con los dioses. La unión teúrgica con la divinidad, se alcanza solamente por la eficacia de actos inefables realizados del modo correcto.
Pero con el avance del catolicismo las vistosas deidades del Olimpo, el bullicioso Príapo, dios de los jardines, la velada Isis, todos cayeron en el olvido, sus altares quedaron desiertos, sus templos fueron abandonados u ocupados por los sacerdotes de la nueva fe. Los teúrgos perdieron su batalla contra el catolicismo.
Sin embargo, si estudiamos cuidadosamente la misma Biblia vemos que desde los tiempos más antiguos se enseñaba y veneraba el Esoterismo, la Alquimia, la Magia, la Astrología, la Filosofía, las Matemáticas, etc. Si estudiamos cuidadosamente el Éxodo de Moisés, descubrimos en el Antiguo Testamento maravillas esotéricas: exorcismos, resurrección de muertos, sortilegios, embrujamientos, desembrujamientos, transfiguraciones, levitaciones, curaciones, ya con la concentración en el campo magnético de la raíz de la nariz -de los enfermos-, ya con pases magnéticos, o por las aguas, por el aceite consagrado, o pequeñas porciones de saliva mágica, colocada sobre la parte enferma, etc.
En el Éxodo de Moisés, uno descubre en él -y en los antiguos tiempos- la magia práctica de los egipcios. Moisés mismo era un gran mago. Nadie ignora que fue primo del Faraón, y que era descendiente del Patriarca Abraham, el gran mago caldeo, y del muy venerable Isaac. Moisés era un hombre que liberó el Poder Eléctrico de la Voluntad, y poseía el don de los prodigios. Así está escrito. Todo lo que las Sagradas Escrituras dicen sobre ese caudillo hebreo, es ciertamente extraordinario, portentoso. Moisés transforma su bastón en serpiente, transforma una de sus manos en mano de leproso, luego le devuelve la vida. La prueba aquella del zarzal ardiente pone en claro su poder, la gente comprende, se arrodilla y se prosterna. Moisés utiliza una vara mágica, emblema del poder real, del poder sacerdotal del iniciado en los Grandes Misterios de la Vida y de la Muerte.
Cuando uno lee el Éxodo, no puede menos que asombrarse de esos poderes formidables. Se sabe que cuando Moisés quiso liberar al pueblo hebreo, el Faraón se opuso. Dicen las Sagradas Escrituras que entonces manifestó su poder ante el Faraón. Ante el Faraón, Moisés cambia en sangre el agua del Nilo, los peces mueren, el río sagrado queda infectado, los egipcios no pueden beber de él, y las irrigaciones del Nilo derraman sangre por los campos.
Moisés hace más; logra que aparezcan millonadas de ranas desproporcionadas, gigantescas, monstruosas, que salen del río e invaden las casas. Luego, bajo su gesto, indicador de una Voluntad libre y soberana, aquellas ranas horribles desaparecen. Más como el Faraón no deja libre a los israelitas, Moisés obra nuevos prodigios: cubre la Tierra de suciedad, suscita nubes de moscas asqueantes e inmundas que después se da el lujo de apartar. Desencadena la espantosa peste, y todos los rebaños -excepto los de los judíos mueren. Cogiendo hollín del horno, dicen las Sagradas Escrituras, lo tira al aire y cayendo sobre los egipcios les causa pústulas y úlceras.
Extendiendo su famoso bastón mágico, Moisés hace llover un granizo del cielo que en forma inclemente destruye y mata. A continuación hace estallar el rayo flamígero, retumba el trueno aterrador y llueve espantosamente, luego con un gesto devuelve la calma.
Sin embargo, el Faraón continúa inflexible. Moisés, con un golpe tremendo de su vara mágica, hace surgir como por encanto nubes de langostas, luego vienen tinieblas. Otro golpe con la vara y todo retorna al orden original. Muy conocido es el final de todo aquel drama bíblico del Antiguo Testamento: interviene Jehová, hace morir a todos los primogénitos de los egipcios y al Faraón no le queda más remedio que dejar marchar a los hebreos. Posteriormente Moisés se sirve de su vara mágica para hender las aguas del Mar Rojo y atravesarlas a pie seco.
Incuestionablemente muchos pseudoocultistas al leer todo esto, quisieran hacer lo mismo, tener los mismos poderes de Moisés, sin embargo, esto resulta algo más que imposible en tanto la voluntad continúe embotellada entre todos y cada uno de esos “Yoes” que en los distintos trasfondos de nuestra psiquis cargamos.
La Esencia es «Voluntad-Conciencia». Cuando la voluntad se libera, entonces se mezcla o funciona integrándose así con la Voluntad Universal, haciéndose por esto soberana. La voluntad individual fusionada con la Voluntad Universal, puede realizar todos los prodigios de Moisés.
En todas las páginas bíblicas existe un despliegue maravilloso de alta magia, videncia, profecía, prodigios, transfiguraciones, resurrección de muertos, ya por insuflación o por imposición de manos o por la mirada fija sobre el nacimiento de la nariz, etc., etc., etc. Abunda en la Biblia el masaje, el aceite sagrado, los pases magnéticos, la lectura del pensamiento ajeno, los transportes, las apariciones, las palabras venidas del cielo, etc., etc., verdaderas maravillas de la Voluntad Consciente liberada, emancipada, soberana.
Sin embargo, a partir del siglo IV, el catolicismo empezó a perseguir toda esta ancestral Sabiduría calificándola como cosa de brujos, hechiceros, magos negros, etc. Pero, antes de que esto sucediera, el paganismo se reavivó momentáneamente gracias a Proclo (410 - 485), el último de los grandes teúrgos clásicos y el más grande de los filósofos neoplatónicos. Proclo, vivió una vida monástica en compañía de hombres y mujeres que componían la pequeña comunidad de filósofos paganos atenienses, una isla de cordura en un mundo en el que se asesinaba a las personas por sus opiniones teológicas.
Proclo dedicaba muchas horas cada día a la oración contemplativa, invocando a los dioses en ritos teúrgicos. Escribió incesantemente y se decía que tenía como huésped a la diosa Atenea, que se estableció en su casa después de que se retirara su imagen del Partenón.
Los escritos teúrgicos de Proclo, a excepción de unos pocos fragmentos, fueron destruidos por sus adversarios católicos. Pero se conservaron algunas de sus obras filosóficas, entre las que destacan «Elementos de teología» y «Teología platónica», cuyas traducciones al latín medieval mantuvieron vivos ciertos conocimientos de filosofía platónica y hermética que han servido de base teórica a la magia clásica posterior.
El más difundido de todos los textos mágicos medievales fue la Clavícula de Salomón o llave de Salomón, utilizado en muchas invocaciones. Los principios básicos de las invocaciones que realizaban los magos eran los mismos para todos:
1. El mago preparaba sus vestimentas, varas y otros instrumentos mágicos.
2. Purificaba sus objetos mágicos y se purificaba a sí mismo.
3. Trazaba un círculo mágico de protección que garantizaba la inviolabilidad del cuerpo, la mente y el alma del mago.
4. Por último, realizaba las conjuraciones.
A mediados del siglo XV se redescubrieron los textos herméticos, concediéndoseles prioridad a la hora de traducirlos. Se lograron imprimir dieciséis ediciones. Los estudiosos que habían redescubierto los textos herméticos lograron reconciliarlos con el Antiguo y el Nuevo Testamentos recurriendo a la cábala.
Así, los magos eruditos de la Edad Media recibieron influencias de tres tendencias: el hermetismo, la cábala y el misticismo cristiano. Consideraban la magia y la filosofía oculta como auténtico cristianismo. Citaban un lema de San Agustín que decía: “Lo que ahora llamamos religión cristiana existía en la antigüedad y perteneció a la raza humana desde sus orígenes”.
Y no sólo la magia era verdadero cristianismo, sino que los primeros discípulos de Cristo habían sido los reyes magos, los auténticos magos de la antigüedad.
El mago del siglo XVII Thomas Vaughan, hermano del poeta del mismo apellido, escribió lo siguiente: “El que yo profese la magia y justifique a quienes la profesan constituye impiedad para muchos, pero es religión para mí… La magia no es sino la sabiduría del Creador revelada e implantada en la criatura. Es una palabra, como dijo Agripa, aceptada en el propio evangelio; magos fueron los primeros adoradores que el Salvador encontró en este mundo, y los únicos filósofos que le reconocieron antes de que Él mismo se revelara.”
El Agripa que tan elogiosamente cita Vaughan era Cornelio Agripa (1486-1535). Para Agripa, todo lo que existe, sea animal, vegetal, o mineral, posee un alma, que forma parte del alma del mundo, la cual a su vez es parte de un todo más grande, Dios. «Todas las cosas están conectadas entre sí, y este sistema puede ser investigado por medio de la magia»; dice que el hombre contiene en su ser todas las cosas que existen en Dios.
Cornelio Agripa fue perseguido por los señores del Santo Oficio y parecía un vagabundo de ciudad en ciudad, siempre errante, acusado de brujo, hechicero, etc. Fue espantosa la Inquisición durante toda la Edad Media, por lo que la magia y el esoterismo sobrevivían cada vez más ocultos. Recordemos a Cornelio Agripa, a Felipe Teofastro Paracelso, y también al no menos famoso Dr. Fausto, encantador y mago; estos tres últimos fueron discípulos del muy respetable y venerable gran Maestro Abad Tritemus. Dicho abad enseñaba esoterismo en pleno monasterio medieval. Milagrosamente no fue a parar a la hoguera, así fue de grande la horrible Inquisición de las hogueras encendidas por la Iglesia Romana, por la Iglesia Católica.
Por la época aquella, en la Edad Media, si Jesús hubiera caminado sobre el Mar de Galilea, si entonces hubiera realizado ese prodigio, lo hubieran llevado ante el Tribunal del Santo Oficio.
Aun así, todos los eruditos de la Edad Media se apasionaban incesantemente por la magia y muchos trabajaron con los elementales de la naturaleza. Los tres magos más distinguidos de la Edad Media fueron Fausto, Paracelso y Agripa, discípulos del abad Tritemo.
Cuenta la leyenda de los siglos que Tritemo, el mago abad, aquel sabio que en 1483 gobernara al famoso monasterio de Sponheim, conocía a fondo la esotérica ciencia de los elementos.
A su vez, el abad Tritemo se consideraba discípulo de Alberto Magno quien jamás negó que el más santo de los santos practicara la magia. Alberto el Magno, como Santo Tomás, afirmó la realidad de la Alquimia. Su tratado sobre tal materia estaba siempre sobre la mesa del abad.
Tritemo contaba que cuando Guillermo II, conde de Holanda, cenó con el ínclito y preclaro sabio Alberto el Magno en Colonia, éste hizo poner una mesa en el jardín del monasterio aunque era pleno invierno y nevaba. Tan pronto los del convite hubieron tomado asiento, como por encanto desapareció la nieve y el jardín se cubrió de variadas flores. Las aves de distintos colores volaban deliciosamente entre los árboles, como en los mejores días de verano.
Los monjes alumnos del misterioso abad anhelaban poder realizar semejantes prodigios y Tritemo se apresuraba a decir que el Maestro conseguía estas maravillas mediante la magia elemental, y que en ello no había nada demoníaco ni, en consecuencia, perverso, condenable, execrable.
Los sabios medievales también tenían fórmulas maravillosas mediante las cuales se hacían invisibles. Esta clase de fórmulas mágicas, ritos e invocaciones tienen como base a la fe real e inquebrantable. El Doctor Fausto sabía hacerse invisible a voluntad; es claro que el citado mago había conseguido ese poder a base de sacrificio y trabajo con los elementales de la naturaleza.
Los dioses del fuego, Agni, Huehueteotl, etc., los elohim del aire, Paralda, Ehecatl, etc., las divinidades del agua, Nicksa, Tlaloc, etc., Gob y otras deidades subterráneas, asisten siempre al mago-místico que con sabiduría, amor y poder, les invoca.
Los magos antiguos y medievales usaban en sus operaciones de magia a los elementales de la Naturaleza, a las fuerzas inteligentes y divinas del Cosmos. Se cuenta que los magos de la Edad Media lograban que el genio elemental Cupido, además de hacerse visible en un espejo magnetizado, les mostrara también en el mismo no sólo a la figura de la persona amada sino, lo que es más interesante, los sucesos que el destino reserva siempre a los seres que se adoran.
En los siglos siguientes aún sobresalieron personajes misteriosos, como Saint-Germain o Cagliostro, y florecieron algunas sociedades secretas que guardaron los antiguos ritos y conocimientos mágicos. Pero a finales del siglo XVIII, se impuso la era de la razón y el interés por estos conocimientos fue decreciendo. Actualmente, ya la magia se asocia con la superstición y la mercadería.
Pero debemos recordar que el verdadero mago siempre fue un gran sabio, alguien que «ha muerto en sí mismo», es decir, que ha eliminado hasta la sombra misma del recuerdo de sus defectos, por lo que la Naturaleza entera le servirá, le obedecerá. Paseará durante la tempestad sin que la lluvia toque su cabeza. El viento no desarreglará un solo pliegue de su traje. Cruzará el fuego sin quemarse. Caminará sobre las aguas tormentosas del océano sin hundirse. Podrá ver con entera claridad todas las riquezas que se esconden en el seno de la Tierra. De ello dan testimonio las siguientes palabras del Gran Kabir Jesús:
«Los milagros que yo he hecho, los podréis hacer vosotros y aun más».
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