¿En qué año los que acostumbraban ir a la Biblioteca Nacional vieron entrar a la gran sala de lectura a un venerable sacerdote de aspecto severo y campestre, ataviado con una sotana burda y calzando enormes zapatos fangosos? Si no me equivoco (la fecha se remonta 30 años atrás) dicho sacerdote no pasó inadvertido puesto que, enseguida se supo, según la leyenda el recién llegado era el cura de una pequeña aldea perdida entre las montañas del Auvergne, y al venir a la Biblioteca, con el fin de consultar ciertos documentos que interesaban a la historia de su parroquia, convertía en realidad el sueño de toda su vida. Incluso se aseguró que, al no poder utilizar los diezmos de la iglesia, la mayor parte del viaje la había hecho a pie, y no quiso ver en París sino los documentos que necesitaba. Una vez hechas sus notas, retomó su báculo y regresó a las montañas. Varios años después de ese incidente encontré, en una librería, un volumen de aspecto extraño, como si no hubiese salido de ninguna imprenta: tenía el tamaño de un libro de oraciones pero el grosor de dos diccionarios, y de hecho al hojearlo comprobé que tenía 1,040 páginas. Los caracteres, la disposición del título, incluso el encuadernado del papel, tenían algo de singular y de nunca visto. "El volumen que tiene en sus manos es especial me dijo el vendedor. Es obra de un valiente sacerdote de Lozère que durante cincuenta años ocupó todo su tiempo en recorrer Auvergne, reuniendo leyendas, copiando registros de parroquias, recolectando documentos de todas partes con los que llenó su presbiterio. Cuando hizo una especie de historia del clero de Lozère, durante la Revolución, quiso imprimirla. Entonces, el emprendedor abate se cuenta compró un diario arruinado, el material necesario, aprendió el oficio, se hizo de papel y una prensa manual y, hoja por hoja, ya que le faltaban los moldes, imprimió su trabajo con sus propias manos, el cual se compone de tres grandes volúmenes. Después, puesto que había escrito otros, él mismo plegó y encuadernó sus libros. Consiguió recuperar la inversión, al vender en sesenta centavos una obra de trescientas cincuenta páginas. El que tiene en sus manos ahora es muy solicitado; está escaso; lo vendo en quince francos." En recuerdo del perseverante clérigo que anteriormente había visto en la Biblioteca porque sin duda era el mismo compré el libro y no me arrepentí de haberlo hecho. Se titula Historia de la Bestia de Gévaudan, verdadera calamidad de Dios, según los documentos inéditos, por el sacerdote Pourcher, párroco de Saint-Martin-de-Bouchax, Lozère; Edit. Casa del autor, 1889. Más que un relato, se trata de una colección de textos. El padre Pourcher investigó en todos los depósitos de los archivos de la región, desde los más modestos hasta los más importantes. En la Biblioteca de la calle Richelieu se encuentran sus descubrimientos; consultó todo, leyó todo y anotó todo. Sobre un hecho extraordinario de nuestra historia, del que hasta entonces, creo, no se había tratado más que en lamentos, escribió un libro de ciencia en el que la tradición toma parte, como debe ser. Este es un corto resumen: A principios del mes de junio del año 1764, una mujer de Langogne que cuidaba su ganado a las afueras de la aldea, fue atacada por una bestia feroz. Debido al aspecto de la bestia, los perros, temblando de miedo, huyeron con la cola entre las patas; por el contrario, las vacas, valientemente agrupadas alrededor de la dueña, hicieron huir al animal. Finalmente la mujer, que no recibió herida alguna, regresó a Langogne muy consternada, con el vestido y el corsé despedazados. De la descripción que hizo del monstruo que la había embestido, se dedujo que el miedo la había trastornado. Era un lobo rabioso. El hecho no tenía nada de extraordinario y no se volvió a hablar de ello. Sin embargo, algunas semanas después, el rumor de que la bestia había aparecido nuevamente se difundió por todo el valle del Alto Auvergne. El 3 de julio, en Saint-Etienne-de- Ludgares, en Vivarais, devora a una jovencita de catorce años; el 8 de agosto ataca a una joven de Puy-Laurent, en Gévaudan, y la destroza; tres jóvenes de quince años, de la aldea Chayla-l'Evêque, una mujer de Arzenc, una muchacha de la aldea de Thorts y un pastor de Chaudeyrac, aparecen muertos en el campo; sus cuerpos, horriblemente mutilados, apenas pueden reconocerse. En septiembre, desaparecen una muchacha de Rocles, un hombre de los Choisinets y una mujer de Apcher; se recogen sus restos y los jirones de sus ropas esparcidos por el campo y el bosque. El 8 de octubre, un joven de Pouget regresa medio muerto y aterrorizado al pueblo; había encontrado en el huerto a la Bestia, que le desgarró la piel del cráneo y del pecho. Dos días después, un niño de trece años se presenta, al igual que los otros, con la frente abierta y sin el cuero cabelludo; el 19, una muchacha de veinte años aparece despedazada, en una pradera de los alrededores de Saint-Alban: la bestia se había ensañado con ella, había bebido toda su sangre y devorado sus entrañas. Todo Gévaudan se estremeció. El capitán Duhamel, auxiliar mayor de los Dragones de Langogne, con el fin de atrapar a ese misterioso animal, encabezó a un intrépido grupo de campesinos, cercó y mató a un gran lobo, por lo que obtuvo una recompensa de dieciocho libras. Sin embargo, la gente del campo no se tranquilizaba; ese ordinario lobo no era la Bestia, como pretendían hacerles creer. Y, de hecho, se supo casi inmediatamente que ésta se burlaba de los cazadores y continuaba con sus destrozos. Una tarde de octubre, Jean Pierre Pourcher, campesino de la aldea de Zulianges, se encontraba arreglando unos bultos de forraje en su granja; la tarde caía, la nieve cubría la aldea. De pronto, una sombra pasa delante de la estrecha ventana del cobertizo. Una "especie de pánico" se apodera de Pourcher; se dirige a descolgar su fusil, se coloca en la buhardilla de la caballeriza y distingue en la calle del pueblo, cerca de la fuente, un animal monstruoso, de una especie que nunca había visto. "¡Es la bestia!... ¡Es la bestia!", dice. Aunque era muy fuerte y valiente, temblaba tanto que sus manos apenas si podían sostener el arma. No obstante, una vez hecha la señal de la cruz, se prepara, apunta y dispara. La bestia cae, se levanta, sacude la cabeza sin moverse de lugar y mira hacia todos lados, furiosa. Pourcher vuelve a disparar, la bestia lanza un grito aterrador, dobla las patas y huye haciendo "un ruido parecido al de una persona que se separa de otra después de una disputa". Desde esa tarde, Pourcher quedó muy convencido de que, a no ser por un milagro, todos los habitantes de Gévaudan serían devorados... Relatos como éstos propagaron el terror hasta los lugares más recónditos; el trabajo del campo fue abandonado [...] la gente sólo salía de sus casas en grupos bien armados. El capitán Duhamel y sus dragones exploraban los bosques todos los días; mil doscientos campesinos, con fusiles, guadañas, lanzas y garrotes le servían de escolta. Tan pronto como se tenía noticia de algún daño causado por la bestia, se lanzaban en masa a su persecución. El Sr. Lafont, síndico de Mende, el Sr. Moncan, comandante general de las tropas de Languedoc, el Sr. Morangies, un noble de la región, y Mercier, el cazador más intrépido de Gévaudan, se habían puesto en campaña; recorrieron el lugar, desde Langogne a Saint-Chely, y de Malzieu a Marvejols. Los portavoces iban de pueblo en pueblo reclutando a los campesinos; los valientes se movilizaban y salían decididamente, por los senderos nevados, en busca del monstruo. Un día, la cuadrilla comandada por el Sr. Lafont se detuvo súbitamente, después de haber caminando setenta y dos horas, muy cerca del castillo de la Baume. ¿Qué pasa? La bestia, la bestia está allí; acaban de verla escondida tras un muro; está recostada sobre su vientre y acecha a un joven pastor que, cerca de ahí, cuida el ganado en la pradera. Pero olfateó al enemigo; con unos cuantos saltos, llega a un bosquecillo cercano. Esta vez la tienen; cien campesinos cercan el pequeño bosque, mientras que otros, con precaución, se deslizan bajo las ramas, sacudiendo la maleza. Al ser descubierta, la bestia toma impulso. Un cazador, a diez pasos, le dispara; la bestia cae, se levanta, recibe un segundo disparo, cae de nuevo, una vez más se levanta y regresa al bosque cojeando. La persiguen, le disparan por todos lados y sale de nuevo a la pradera, cayendo con cada descarga, pero reincorporándose siempre. Por último, la ven regresar al bosquecillo y ahí desaparece. La buscan hasta la noche sin poder encontrarla. Como la dan por muerta, vuelven al día siguiente en busca de sus restos. Al amanecer, doscientos hombres bien armados exploraron todos los matorrales, apartaron las ramas, buscaron entre los montones de hojas secas hasta que, se supo, dos mujeres que se habían arriesgado a ir al campo tras conocer la buena nueva de que habían matado a la bestia, la vieron pasar, llena de vida pero cojeando un poco. Dos días después, a tres leguas de allí, habían traído a un joven ensangrentado, con la piel del cráneo desgarrada y el costado abierto; el mismo día, una niña de Foutan recibía una mordida en la mejilla y otra en el brazo; en un campo cercano a la vivienda del Sr. de Morangies, encontraron el cadáver despedazado de una muchacha de veintiún años a la que, a pesar de su terror, sus padres habían obligado a ir a ordeñar las vacas. Era para desesperarse. De los diez mil cazadores que, a finales de octubre, se habían puesto en campaña, no había uno solo que no pensara que todo intento, en adelante, sería inútil. La región de Gévaudan debía resignarse y sufrir con devota paciencia esta misteriosa y cruel calamidad. Ahora sí se sabía que la bestia no era un lobo. Mucha gente la había visto y las descripciones que daban concordaban: era un animal fantástico, del tamaño de un becerro o un asno, tenía el pelo rojizo, la cabeza grande, muy parecida a la de un cerdo, el hocico siempre entreabierto, las orejas cortas y rectas, el pecho blanco y muy ancho, la cola larga y peluda, con la punta blanca. Algunos decían que sus patas traseras estaban provistas de cascos, como un caballo. La bestia parecía tener el don de la ubicuidad [...] En un mismo día, la habían visto en lugares separados por ocho leguas de distancia. Le gustaba sentarse y hacer "muecas", "parecía alegre como una persona" y fingía no tener maldad. Si tenía prisa, atravesaba los ríos de dos o tres saltos; pero cuando tenía tiempo, se le veía caminar sobre el agua sin mojarse. Alguien aseguraba que la había escuchado reír y hablar. Era ya una tradición que, cuando una madre regañaba a su hijo y lo amenazaba diciéndole que la bestia vendría por él, ésta, avisada por quién sabe quién, venía y, poniendo sus dos patas delanteras en el marco de la ventana, contemplaba con cierta arrogancia al baby prometido a su avidez. Por otro lado, casi nunca devoraba el cadáver de sus víctimas: se conformaba con desgarrarlas, chupar su sangre, rasgar el cuero cabelludo, llevarse el corazón, el hígado y los intestinos. La calamidad que afligía a la región de Gévaudan estremecía a todo el reino. La noticia había pasado de los periódicos de Clermont y de Montpellier a las gacetas parisinas; en la ciudad y en la corte, la bestia era tema de conversación. Una endecha, compuesta de diversas estrofas, resumía trágicamente la situación con su invariable estribillo: Ha comido tanta gente la bestia de Gévaudan, ¡ha comido tanta gente! El propio Luis XV, aunque tenía otras preocupaciones, quiso compartir las desgracias de sus fieles habitantes del alto Languedoc, y su ministro ordenó asignar una tropa. De acuerdo con estas instrucciones, el capitán Duhamel, "encabezando" la partida, llegó a instalar su cuartel general en Saint-Chely y se reunió con los mejores cazadores de la región; se prometió una gratificación de dos mil y luego de seis mil libras a quien matara a la bestia. Al término del sermón dominical de cada parroquia, se dio lectura a las disposiciones tomadas, y el anuncio de tan ingeniosas medidas reconfortó en cierta forma a los campesinos. A menos que hubiera sido engendrado por el infierno, el monstruo sucumbiría. Para mayor seguridad, los Señores de Languedoc ordenaron que los restos de la bestia fueran presentados durante una de sus reuniones, con el fin de que todos pudieran darse cuenta de que la bestia había sido finalmente exterminada. Del 20 al 27 de noviembre, se efectuaron ocho cacerías, según el orden prescrito; todas sin resultado. Tan pronto las tropas regresaron a su cuartel, se supo que, durante la expedición, la bestia había atacado en Saint-Colombe, matando a cinco muchachas, una mujer y cuatro niños. El terror aumentaba. El obispo de Mende dedicó una carta pastoral a esta desolación pública, y se ordenó orar a todo lo largo de la diócesis, con el fin de pedir a Dios que enviara un nuevo San Jorge, asegurado de antemano de la veneración de todo el país. Y mientras los habitantes rezaban, el 6 de enero de 1765, la bestia, a plena luz del día, raptaba una madre de familia, en el pueblo de Saint-Quéry. Aseguraban que era su sexagésima víctima, sin contar a los desdichados que durante seis meses había dejado heridos o lisiados. En este periodo enero de 1765 tuvo lugar un incidente que conmovió a todo el país. El día 21, Andrés Portefaix, un joven pastor de doce años del pueblo de Chanaleilles, cuidaba el ganado en la montaña acompañado por cuatro amigos y dos amigas, más pequeños que él. Por temor a la bestia, los niños estaban armados con garrotes en cuyas extremos habían clavado hojas filosas. De repente, una de las niñas gritó: la bestia acababa de surgir de un matorral, a unos pasos de ella. Andrés Portefaix agrupa a todos, los más fuertes adelante. El monstruo les anda rondando con el hocico espumante. Los pequeños valientes, apretujados unos contra otros, se persignan e intentan defenderse a palos, pero la bestia, abalanzándose, toma a uno de los niños por la garganta y se lo lleva: era el pequeño Panafieux, de ocho años. Heroicamente, Portefaix se lanza a la persecución de la fiera, la ataca a cuchillazos obligándola a soltar a su presa. Joseph Panafieux se libra de la bestia, aunque pierde una mejilla, que la bestia devora de tres mordiscos en el mismo lugar. Acicateado su apetito, ataca una segunda vez al aterrorizado grupo, derriba a una de las niñas y de un mordisco le arranca un pedazo de labio a uno de los muchachos, Jean Vévrier, a quien agarra por el brazo y se lo lleva. Otro de los niños, atemorizado, grita que hay que sacrificar a Jean y aprovechar para huir. Pero Portefaix dice que salvarán a su compañero o que también ellos morirán. Todos lo siguen, incluso Panafieux, sin una mejilla y cegado por la sangre; valerosamente, todos atacan a la bestia, intentan reventarle los ojos o cortarle la lengua, la acorralan en un cenagal, donde al hundirse, suelta al niño. Portefaix se coloca entre ella y su amigo, le golpea el hocico con el palo, el engendro se echa hacia atrás, se sacude y huye. El informe de esta hazaña fue enviado a Monseñor de Mende, quien a su vez lo envió al rey. Éste decidió que a cada uno de los siete pequeños campesinos se le asignarían 300 libras del tesoro de la corona, y que los gastos de la educación del joven Portefaix serían pagados por el Estado. Meses más tarde, fue internado en la Congregación de los Frailes, en Montpellier. [...] Toda Francia supo de este épico combate por medio de gacetas, endechas e imágenes. Si la fama de Andrés Portefaix fue inmediata, la de la bestia creció aún más. Con el fin de liberar Gévaudan, se ofrecían los héroes de todos los puntos del reino, principalmente de Marseille y de Gascogne. Hasta el más insignificante cazador de alondras soñaba con ser quien diera el tiro perfecto, más aún cuando el rey prometía una recompensa de 9,400 libras al feliz cazador que triunfara sobre el invencible y misterioso animal. Aun la gente timorata prestaba interés a esta desgracia pública, e imaginaba las estrategias más prudentes. Uno proponía la descabellada idea de fabricar mujeres artificiales, que se clavarían en postes en los linderos de los bosques frecuentados por la bestia. Era muy simple: un saco de piel de oveja para simular el cuerpo; otros dos, más alargados, representando las piernas; sobre "el cuerpo" estaría colocada una vejiga, simulando el rostro y rellena de esponjas empapadas de sangre fresca y mezcladas con tripas envenenadas, con el fin de "forzar a la bestia voraz a tragar su propio fin". Otro proponía elegir a veinticinco hombres intrépidos y disfrazarlos con pieles de león, de oso, de ciervo y cierva, de ternero, de cabra, de jabalí y de lobo, todos con un gorro de algodón provisto de hojas afiladas. Cada uno de los disfrazados debía llevar además un botecito con doce onzas de grasa de cristiano o cristiana, mezclada con sangre de víbora [...] Un tercero había inventado una máquina infernal, compuesta por treinta fusiles a cuyo gatillo debía atar treinta cuerdas, las cuales funcionarían con las contorsiones de un becerro de seis meses, provocadas al ver a la bestia. Mientras se ingeniaban las fantasías, la bestia continuaba sus destrozos. Hacia el 15 de enero, despedazó a un muchacho de catorce años, Jean Châteauneuf, de la parroquia de Grèzes; se celebró una misa en la iglesia del pueblo en memoria de la víctima, y al día siguiente, al anochecer, como el padre de Châteauneuf lloraba en la cocina, la bestia vino a observarlo a través de la ventana, colocando sus patas delanteras sobre el marco. Châteauneuf hubiese podido agarrarla de las patas, mas no se atrevió. [...] Se organizó una gran cacería, Duhamel dio la orden en setenta y tres parroquias: veinte mil hombres respondieron a su llamado; señores de toda la región se pusieron a la cabeza de sus campesinos y este formidable ejército entró en campaña el 7 de febrero. El país estaba cubierto de nieve, y fue fácil rastrear a la bestia siguiendo sus huellas. Cinco campesinos de Malzieu le dispararon, cayó dando un gran aullido, pero se levantó enseguida y desapareció. Como al día siguiente se encontró el cuerpo de una jovencita de catorce años, cuya cabeza había sido cortada de un mordisco, hicieron de su cadáver un señuelo; lo colocaron en un buen lugar, rodeado de hábiles tiradores, todos bien escondidos, pero la bestia desconfió y ya no apareció. El desaliento fue inmenso. Estas cacerías infructuosas, las exigencias de los dragones, los gastos que su estancia representaba para los campesinos, arruinaban al país que, además, se paralizó al grado de que la gente ya no se atrevía a llevar el ganado al pastoreo y los mercados permanecían desiertos. [...] Nadie podía prever el final de esta calamidad. En ese entonces, habitaba en Normandía un viejo noble llamado Denneval, cuya reputación como cazador de lobos era grande: aseguraba que a lo largo de su vida había cazado mil doscientos setenta lobos. Las hazañas de la bestia de Gévaudan le quitaban el sueño. Denneval emprendió el viaje a Versalles, consiguió presentarse ante Luis XV y ofreció sus servicios, que fueron aceptados. Juró a su Majestad que mataría a la bestia y que la traería a Versalles disecada, para que todos los Señores de la Corte fuesen testigos de su triunfo. El rey le deseó buena caza y Denneval se puso en marcha. El 19 de febrero, llegaba a Saint-Flour con su hijo, dos picadores y seis dogos enormes. Para no fatigar a sus perros, los normandos viajaban sin correr prisa, lo que la bestia aprovechó para devorar aproximadamente una veintena de niños, a razón de uno por día. Denneval hizo sus preparativos con una fría lentitud; quería estudiar cuidadosamente la insólita presa que se preparaba a cazar. Al verlo tan meticuloso, los campesinos se consumían de impaciencia; habían recuperado confianza con el anuncio de este hombre providencial enviado por el rey, y no dudaban que al primer disparo los libraría de la bestia. Pero Denneval no tenía prisa, exploraba detenidamente la región, recogía aquí y allá los rastros de la fiera, y constataba que en terreno plano sus saltos tenían una extensión de veintiocho pies. De ahí concluía: "No es nada fácil matar a esta bestia." Por otro lado, sus perros se habían quedado en camino y debía esperarlos antes de comenzar la caza. Además, Denneval no quería rivales, y dio a entender que no haría nada si Duhamel y sus dragones no se retiraban. Hubo discusiones e intrigas a este respecto. El tiempo pasaba y la bestia no ayunaba: el 4 de marzo devoraba, en Ally, a una mujer de cuarenta años; el 8 del mismo mes, cortaba la cabeza de un niño de diez años, en Fayet; el 9, en Ruines, se comía a una muchacha de veinte años; el 11, en un cobertizo de Malevieillette, despedazaba a una niña de cinco años. Daños parecidos ocurrían el 12, 13 y 14 en lugares tan distantes que nadie podía explicarse la velocidad con que se desplazaba. Este eterno vagabundear inspiraba tanto terror en toda Francia que, habiéndose producido ciertos accidentes similares en los alrededores de Soissons, se publicó por todo el país que la bestia de Gévaudan causaba estragos en Auvergne y en Picardie al mismo tiempo. Sin embargo, Denneval muy tranquilo pretendía actuar sin rivales. Duhamel se obstinaba en no abandonar el lugar... ¡Mientras tanto, la bestia seguía comiendo gente! Sería inútil pormenorizar los altercados entre el normando y el dragón. Como es de suponer, el normando triunfó. Duhamel se retiró con sus soldados y abandonó la región, muy contrariado por haber cedido ante su adversario. Ahora nadie dudaba que, teniendo el terreno libre, el temible cazador de lobos acabaría con la bestia. Desgraciadamente, durante tres meses intentó cazarla sin lograrlo; los diez mil campesinos que habían salido en su búsqueda, mataron sólo a una pobre lobita de apenas 40 libras, en cuyo cuerpo encontraron unos trapos sucios y piel de liebre. En vano Denneval echó mano de recursos en extremo indignos de su gran fama; en vano envenenó un cadáver que expuso como trampa en los alrededores de un bosque donde la presencia del monstruo había sido señalada. Éste despedazó el cadáver, se lo comió vorazmente y no le pasó nada. Después de diez semanas de búsquedas y emboscadas, se dieron cuenta de que las personas, las balas y el veneno lo tenían sin cuidado. Denneval se quejaba de estar mal secundado: los campesinos se burlaban de él y decían que era incapaz de matar a un simple conejo. Los ánimos se tensaban, incluso el tono de la correspondencia oficial se volvía áspero y se le reprochaba al normando cuidar demasiado sus pasos, su honor y sus perros. Fueron buenos momentos para la bestia [...] La lista de sus matanzas es aterradora. En Clause, devora a una doncella que comulgaba por primera vez, Gabrielle Pélissier, a quien acomodó tan meticulosamente la cabeza cortada, la vestimenta y el sombrero, que cuando descubrieron sus restos pensaron que simplemente dormía. El 18 de abril mata a un vaquero de doce años [...] En Ventuejols degüella a una mujer de cuarenta años, y luego a dos muchachas, a quienes les chupa toda la sangre y les arranca el corazón. En la primavera de 1765, no hay aldea de Gévaudan cuyos registros parroquiales no inscriban varios siniestros de este tipo: "Acta de sepultura del cuerpo de... devorado por la bestia feroz." Siempre vigilada, acorralada, fusilada, perseguida, envenenada, hambrienta, volvía a aparecer cada día. De lejos, agazapada cerca de un matorral, se le veía sentarse y hacer señas con sus patas delanteras, como si se mofara de sus futuras víctimas. El escándalo de sus hazañas había cruzado los mares. Los ingleses, sintiéndose muy seguros en su isla, se burlaban hasta la saciedad del terror de Gévaudan. Una gaceta londinense anunció jocosamente que una tropa francesa de 120 mil hombres había sido derrotada por el feroz animal. [...] Era demasiado; el honor del país estaba en juego. Luis XV, que no se conmovía fácilmente, entendió que había que actuar, y le pidió al señor Antonio de Bauterne, trasladarse de inmediato a Gévaudan, y llevar a Versalles los restos del monstruo. Esta vez, la gente se tranquilizó: la bestia iba a perecer puesto que era el deseo de Su Majestad. Antonio, su hijo, sus criados, sus guardias, sus valets y sus sabuesos llegaron a Saugues el 22 de junio. Empezó por despedir a Denneval, luego contrató mozos para transportar sus maletas y cuidar sus perros. Actuaba como gran señor, seguro de que para vencer sólo bastaba su presencia. Al saberlo, la bestia le lanzó un desafío. El 4 de julio, a plena luz del día, se llevó a una noble anciana, Margarita Ourtamoer, mientras hilaba con una rueca en un campo cerca de Broussoles, y la abandonó ya muerta después de haberle arrancado la piel del rostro. En su calidad de porta-arcabuz del rey, de lugarteniente de sus cazas y de caballero de Saint-Louis, Antonio quiso permanecer impasible; organizó algunas exploraciones sin ningún resultado. Los campesinos, sin miramientos, afirmaron que él era más caro y sin embargo no lograba hacer más que los otros. Se sorprendieron también cuando, después de tres meses de vacilaciones y juergas, lo vieron partir, con todo su equipaje, hacia una zona de Auvergne donde la presencia de la bestia jamás había sido notada. Llegó hasta el bosque de la Abadía de las Chazes, donde había muchos lobos. El 21 de septiembre se encontraba allí, al acecho, cuando vio venir hacia él un animal enorme con el hocico abierto y los ojos ensangrentados. ¡Era la bestia! Antonio disparó, la bestia cayó; la bala había penetrado en su ojo derecho; sin embargo, se levantó, pero una segunda bala alcanzó su cuerpo; la bestia rodó, muriendo en el acto. Antonio y todos sus guardias se abalanzaron. La bestia pesaba ciento treinta libras, medía cinco pies y siete pulgadas de largo; tenía pies y dientes enormes. Además, era un lobo, un simple lobo que llevaron triunfantes a Saugues, donde el cirujano Boulanger se encargó de realizar la autopsia. Llamaron a siete u ocho niños que no hacía mucho habían visto a la bestia y que, severamente interpelados por el señor porta-arcabuz, declararon que la reconocían. De inmediato, se procedió a levantar un acta, y el señor Ballainvilliers, intendente de Auvergne, escribió a Su Majestad una carta entusiasta, para agradecerle el haberse dignado a socorrer al fiel pueblo de Gévaudan. El cadáver de la bestia, transportado sin demora a Clermont, fue disecado y enviado a Fontainebleau, donde se encontraba la Corte. El rey se rió de la simplicidad de los inocentes campesinos, cuya superstición había transformado a un simple lobo en una bestia apocalíptica. Sin embargo, por haber librado para siempre al reino de esa pesadilla, Antonio fue nombrado Gran Cruz de la Orden de Saint-Louis, y recibió mil libras de pensión. Su hijo obtuvo una compañía de caballería, sin contar la fortuna que ganó por exhibir en París a "La bestia de Gévaudan". Diez años más tarde, continuaban presentándola en las ferias de provincia. Así, oficialmente estaba muerta y no se habló más del asunto. Excepto en Gévaudan... Había ahí incrédulos que aseguraban, con todo respeto, que el señor Antonio era sólo un embaucador que, por cumplir con premura las órdenes del rey, seguramente había matado una bestia, mas no a la verdadera. Sin embargo, la bestia ya no se aparecía, quizá por adulación cortesana, pues la gente aseguraba que la volverían a ver muy pronto. En efecto, la volvieron a ver. Durante las primeras nevadas se llevó a una niña de Marcillac; su segunda víctima, de quien sólo dejó las dos manos, fue una mujer de Sulianges. Los párrocos volvieron a inscribir en los registros parroquiales: "Sepulté en el cementerio de la aldea, los restos de... devorado por la bestia feroz que recorre el país." En efecto, a partir del 1 de enero de 1766 se dejó ver todos los días. Era ella, no había duda. Como antes, se llevaba diariamente a un niño o una mujer; como antes, venía por las tardes a la aldea a apoyar sus patas en el marco de las ventanas y a mirar por las cocinas. No era un lobo, todo Gévaudan lo habría atestiguado bajo juramento; desde hacía dos años, en la región habían matado a 152 lobos y los campesinos no podían estar equivocados. Sucedieron hechos trágicos jamás vistos: dos niñas de Lèbre jugaban frente a la casa de sus padres cuando la bestia, llegando de improviso, se lanzó sobre una de ellas y la prensó entre sus colmillos. La otra pequeña, queriendo defender a su hermana, saltó sobre la espalda del monstruo, se agarró de él y se dejó llevar. Los aldeanos acudieron a los gritos de auxilio... demasiado tarde. La cabeza de una de las niñas ya estaba separada de su cuerpo, y la otra tenía el rostro despedazado. Un día un campesino, Pierre Blanc, luchó con la bestia durante tres horas seguidas; cuando estaban exhaustos, ambos descansaban un poco para continuar más tarde el combate [...] Gévaudan suplicaba que vinieran en su ayuda pero sus lamentos no tuvieron eco. El intendente de la provincia no quería caer en desgracia volviendo sobre un asunto que Versalles daba, desde hacía mucho, por terminado. Volver a hablar de la bestia hubiese sido, de alguna manera, contradecir al rey o, por lo menos, insinuar que lo habían engañado. ¡Atreverse a molestar a Su Majestad por algunos pobres campesinos de más o de menos! ¿Qué cortesano habría osado correr ese riesgo? La bestia estaba muerta, el señor Antonio la había matado: eso era lo definitivo, ya no había que remover el asunto. La bestia continuaba atacando a la población. El 19 de junio de 1767, después de una larga peregrinación a Notre Dame-des-Tours, a donde acudieron todas las parroquias de la región, el marqués de Apcher, uno de los señores de Gévaudan, organizó una batida. Entre los cazadores se encontraba un hombre rudo, de nombre Jean Chastel, de sesenta años, nacido a principios de siglo en Darmes, cerca de la Besseyre-Sainte-Mary. Era un hombre robusto y piadoso a quien toda la región estimaba por su escrupulosa honestidad y buena conducta. Jean Chastel se encontraba ese día apostado en la Sogne-d'Auvert, cerca de Saugues. Tenía en la mano su fusil, cargado con dos balas benditas. Estaba recitando sus letanías, cuando vio venir hacia él a la Bestia, la verdadera. Tranquilamente cierra su libro de oraciones, lo coloca en su bolsillo, se quita los lentes, los acomoda en el estuche. La bestia no se mueve, espera. Chastel se prepara, apunta, dispara; la bestia queda inmóvil. Los perros corren al escuchar el disparo, la derriban, la desgarran. Está muerta. Enseguida, su cuerpo es transportado a caballo al castillo de Besque. Allí lo examinan, es sin duda la Bestia, no es un lobo. Sus patas, sus orejas, su enorme boca indican que se trata de un monstruo de una especie desconocida. Al abrirlo, en sus entrañas encuentran el hueso del hombro de una jovencita, sin duda aquella que en la antevíspera había devorado en Pebrac. Exhibieron los restos de la bestia por todo el lugar, luego los pusieron en una caja, y Jean Chastel partió hacia Versalles con el triunfal y embarazoso trofeo. Allá no faltarían los sabios que diagnosticaran qué podía ser este animal fantástico. Se comprobaría que el señor Antonio se había burlado del rey. Por desgracia, el viaje se efectuó durante los calores de agosto; al llegar, la bestia estaba en tal estado de putrefacción que se apresuraron a sepultarla sin que nadie tuviera el valor de examinarla. Así que nadie sabría jamás lo que era la Bestia de Gévaudan. Sin embargo, Chastel fue presentado al rey, quien se burló de él. El buen hombre siempre sospechó que había sido víctima de una intriga palaciega, y como no era capaz de protestar, bajó la cabeza y regresó a Gévaudan, donde el recaudador de impuestos le otorgó como gratificación 72 libras. Pero Gévaudan fue menos ingrato que Versalles: Jean Chastel se convirtió en héroe, y su nombre, después de siglo y medio, es conocido por todos. Un escritor local le dedicó un poema épico que consta de no menos de 360 páginas y cuya elaboración duró veinte años. Ahí, la muerte del monstruo se relata pintorescamente y se aprecia al intrépido cazador: "Apuntando su fusil, la bala sale, y la bestia/ Vomita mares de sangre. De su conquista seguro; / Al ver inútil todo esfuerzo, todo grito, / 'Bestia, no devorarás más', Chastel grita." El arma que liberó a Gévaudan fue conservada como reliquia. Es una escopeta de dos cañones; la culata de vieja madera, esculpida copiosamente, lleva una placa de plata sobre la cual se grabó este nombre glorioso: Jean Chastel. Hoy, esta escopeta pertenece al señor cura Pourcher. Es necesario agregar que en la Sogne-d'Auvert, algunos aseguran que en el mismo lugar donde se dio muerte a la bestia "la hierba no crece desde entonces", además está siempre rojiza, y ningún animal quiere comer esa hierba maldita. |
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