La tradición de la gran inundación, tal como aparece en el Génesis, es común a los babilonios, persas, egipcios, a las ciudades-estado de Asia Menor, Grecia e Italia y a otras situadas en torno al Mediterráneo y al Mar Caspio, en el Golfo Pérsico e incluso en la India y China.
Resulta verosímil que los relatos sobre una gran inundación y sobre la supervivencia de seres elegidos por Dios o los dioses para continuar la civilización mediante la construcción de un barco de salvamento antes de la irrupción de las aguas se difundieran por Asia a lo largo de las grandes rutas caravaneras. Más difícil resultaría, sin embargo, explicar la similitud entre las antiguas leyendas célticas y noruegas. Pero, ¿cómo explicar que los indios americanos del Nuevo Mundo tengan sus propias leyendas, completas y análogas, sobre la inundación, en las que se afirma frecuentemente que su salvación se debió a que llegaron a sus nuevas tierras navegando desde Oriente?
De ahí que, al estudiar estas leyendas, surge un hecho evidente y extraordinario: todas las razas parecen contar la misma historia. Es concebible que los pueblos mediterráneos hayan conservado una tradición acerca de un desastre común, pero ¿cómo habrían llegado los indios de los continentes americanos a conocerla y a poseer leyendas casi idénticas? Por ejemplo, según los antiguos documentos aztecas, escritos en jeroglíficos, el Noé de los cataclismos mexicanos fue Coxcox, también llamado Teocipactli, o Tezpi. El y su mujer se salvaron en un bote o balsa fabricado con madera de ciprés.
Se han descubierto pinturas que narran el diluvio de Coxcox entre los aztecas, miztecas, zapotecas, tlascalanos y otros pueblos. La tradición de estos últimos muestra coincidencias todavía más asombrosas con la historia que conocemos a través del Génesis y de fuentes caldeas. Cuenta cómo Tezpi y su mujer se embarcaron en un espacioso navio, junto a diversos animales y con un cargamento de granos cuya conservación era esencial para la supervivencia de la raza humana. Cuando el gran dios Tezxatlipoca dispuso el retiro de las aguas, Tezpi mandó un buitre volando desde la balsa y el ave, que se alimentó de los cadáveres con que estaba cubierta la tierra, no regresó. Tezpi envió a otros pájaros y el único que volvió fue el colibrí, que trajo una rama muy frondosa en su pico.
Viendo entonces que el campo comenzaba a cubrirse de vegetación, dejó su balsa en la montaña de Col-huacán.
El Popol Vuh es una crónica maya-quiché escrita en jeroglíficos mayas. El original fue quemado por los españoles en la época de la conquista, pero luego el texto fue transcrito de memoria al alfabeto latino. Esta leyenda maya dice:
“Luego las aguas fueron agitadas por voluntad del Corazón del Cielo (Hurakán) y una gran inundación se abatió sobre las cabezas de estas criaturas... Quedaron sumergidas, y desde el cielo cayó una sustancia espesa como resina... la faz de la Tierra se oscureció y se desencadenó una lluvia torrencial que siguió cayendo día y noche... Se escuchó un gran ruido sobre sus cabezas, un estruendo como producido por el fuego. Luego se vio a hombres que corrían y se empujaban, desesperados, querían trepar sobre sus casas y las casas caían a tierra dando tumbos, trataban de subir a las grutas (cavernas) y las grutas se cerraban ante ellos... Agua y fuego contribuyeron a la ruina universal, en la época del último gran cataclismo que precedió a la cuarta creación...”
Los primeros exploradores de América del Norte consiguieron transcribir la siguiente leyenda de las tribus indígenas que vivían en torno a los grandes lagos:
“En épocas pasadas, el padre de las tribus indígenas vivía en dirección al sol naciente. Cuando le advirtieron en un sueño que iba a desencadenarse un diluvio sobre la tierra, construyó una balsa, en la que se salvó junto a su familia y todos los animales. Estuvo flotando de esta manera durante varios meses. Los animales, que en esa época podían hablar, se quejaban abiertamente y murmuraban contra él. Por fin apareció una nueva tierra, en la que desembarcó con todos los animales, que desde aquel momento perdieron el habla, como castigo por sus murmuraciones contra su salvador”.
George Catlin, uno de los primeros estudiosos de los indios de los Estados Unidos, cita una leyenda cuyo principal protagonista es conocido como “el único hombre” que “viajaba” por la aldea, se detenía frente a cada vivienda y gritaba hasta que el propietario salía y preguntaba qué ocurría. Entonces, el visitante respondía relatando “la terrible catástrofe que se había abatido sobre la Tierra, debido al desbordamiento de las aguas” y decía que era la “ única persona que se había salvado de la calamidad universal”, que había atracado su gran canoa junto a una gran montaña situada al Oeste, donde ahora vivía, que había venido para instalar una tienda a la que cada uno de los dueños de las casas de la tribu debía llevar una herramienta afilada con el objeto de destruir la tienda, ofreciéndola como sacrificio a las aguas, ya que con herramientas afiladas se construyó la gran canoa y si no se hiciera así, habrá otra inundación y nadie se salvará.
Uno de los mitos de los hopi describe una tierra en la que existían grandes ciudades y en la que florecían las artes. Pero, cuando las gentes se corrompieron y se volvieron belicosas, una gran inundación destruyó el mundo.
“La tierra fue batida por olas más altas que las montañas, los continentes se partieron y se hundieron bajo los mares”. La tradición de los iroqueses sostiene que el mundo fue destruido una vez por el agua y que solamente se salvaron una familia y dos animales de cada especie.
Los indios chibchas, de Colombia, conservan una leyenda según la cual el diluvio fue causado por el dios Chibchacun, a quien Bochica, el principal dios y maestro civilizador, castigó obligándole a llevar para siempre la tierra sobre las espaldas. Los chibchas dicen también que los terremotos se producen cuando Chibchacun pierde el equilibrio. (En la leyenda griega, Atlas soportaba sobre sus espaldas el peso del cielo y ocasionalmente también el del mundo.)
En la leyenda chibcha sobre la inundación existe otra notable analogía con la leyenda griega. Con el fin de liberarse de las aguas que inundaron la tierra después del diluvio, Bochica abrió un agujero en la tierra, en Tequendama, algo semejante a lo que ocurrió con las aguas de la inundación de la leyenda griega, que desaparecieron por el orificio de Bambice.
Estas leyendas son en general tan similares a las nuestras, que resulta difícil pensar que eran habituales antes de la llegada del hombre blanco al Nuevo Mundo. Los invasores españoles del Perú descubrieron que la mayoría de los habitantes del imperio inca creían que había habido una gran inundación, en la que perecieron todos los hombres, con excepción de algunos a quienes el Creador salvó especialmente para repoblar el mundo.
Una leyenda inca acerca de uno de esos sobrevivientes señala que conoció la proximidad de la inundación al observar que sus rebaños de llamas miraban hacia el cielo fijamente y con gran tristeza. Avisado por estas señales, pudo trepar a una alta montaña, donde él y su familia se pusieron a salvo de las aguas. Otra leyenda inca afirma que la duración de las lluvias fue de sesenta días y sesenta noches, es decir, veinte más que los que se mencionan en la Biblia.
En la costa oriental de Sudamérica, los indios guaraníes conservan una leyenda que dice que, al comenzar las lluvias que habrían de cubrir la tierra, Tamenderé permaneció en el valle, en lugar de subir a la montaña con sus compañeros. Cuando se elevó el nivel de las aguas, trepó a una palmera y se dedicó a comer fruta mientras esperaba. Pero las aguas siguieron subiendo, la palmera fue arrancada de raíz y él y su familia navegaron sobre ella mientras la tierra, el bosque y finalmente las montañas desaparecían. Dios detuvo las aguas cuando tocaron el cielo y Tamenderé, que ahora había flotado hasta la cumbre de una montaña, descendió al escuchar el ruido de las alas de un pájaro celestial, señal de que las aguas se estaban retirando y comenzó a repoblar la tierra.
Los Noés del Mediterráneo, de Europa y del Oriente Medio nos son más conocidos, gracias a documentos escritos. Por ejemplo, Ut-Napshtim, de Babilonia; Baisbasbate, el sobreviviente de la inundación de que se habla en el Mahabarata, de la India; Yima, de la leyenda persa, y Deucalión, de la mitología griega, que repoblaron la tierra arrojando piedras que se convirtieron en hombres. Aparentemente, no hubo un solo Noé sino muchos, cada uno de los cuales, según la tradición, ignoraba la existencia de los otros. En todos estos casos, la razón por la que se produjo el diluvio es casi siempre la misma: la Humanidad se tornó malvada y Dios decidió destruirla. Pero, al mismo tiempo, resolvió que una buena pareja o una familia volvieran a empezar.
Este recuerdo común acerca del gran diluvio sería sin duda compartido por los pueblos de ambos lados del Atlántico, si la Atlántida se hubiese hundido en la catástrofe descrita por Platón. No sólo habrían crecido las mareas en el mundo entero, sino que las tierras bajas habrían quedado sumergidas y las tormentas, tempestades, vientos desatados y terremotos habrían llevado a los observadores a creer que estaba llegando realmente el fin del mundo. Y el capítulo séptimo del Génesis ofrece un testimonio particularmente vivido del fenómeno conjunto del incremento del nivel del agua y las lluvias:
“El mismo día se rompieron todas las fuentes de la gran profundidad y se abrieron las ventanas del cielo...”
Representación azteca de Aztlán, la patria original, según aparece dibujada en un manuscrito ilustrado posterior a la conquista.
Estas leyendas compartidas por tantos pueblos, acerca de una gran inundación podrían aludir al hundimiento de la Atlántida o al desbordamiento del Mediterráneo, o tal vez a ambos. Sin embargo, además de esas tradiciones comunes, debemos tener en cuenta la cuestión del nombre mismo, es decir, los nombres que se atribuyen al paraíso terrenal o al lugar de origen de la nación o tribu, que resultan especialmente asombrosos en las tradiciones de los indios de América del Norte y del Sur, como hemos visto en los casos de Aztlán y Atlán, Tollán y muy notables al otro lado del Atlántico.
Allí encontramos la similitud de los nombres de las tierras perdidas, como Avalon, Lyonesse, Ys, Antilla, la isla atlántica de las siete ciudades y en el antiguo Mediterráneo, Atlántida, Atalanta, Atarant, Atlas, Auru, Aalu y otras que hemos detallado en el capítulo I. Todas estas leyendas se refieren a un territorio hundido bajo el mar.
Reviste gran importancia la consideración de que incluso algunas de esas razas conservan tradiciones en las que se afirma que son descendientes de los atlantes o al menos que sus antecesores se vieron culturalmente influidos por ellos. Esto es así especialmente en el caso de los vascos del Norte de España y de la Francia sudoccidental, cuyas lenguas no guardan relación con las demás lenguas europeas. Los bereberes todavía conservan tradiciones acerca de un continente situado en Occidente y su lenguaje tiene ciertas similitudes con el vasco.
En Brasil, Portugal y en parte de España, está muy extendida la creencia acerca de la existencia de la Atlántida, lo que resulta lógico cuando uno piensa que, si la islacontinente verdaderamente existió, la parte occidental de la Península Ibérica fue la zona de Europa más cercana a ella.
La Atlántida, de Jacinto Verdaguer, publicada en 1878, largo poema que se ha convertido en uno de los clásicos catalanes, es sólo una de las numerosas creaciones literarias de autores que se consideran directa o indirectamente descendientes del continente perdido.
Tiene cierto encanto, por ejemplo, leer en un periódico portugués de nuestros días que el Jefe del Estado ha hecho una visita a “os vestigios da Atlántida” (los vestigios de la Atlántida). Con ello se alude, naturalmente, a las islas Azores. En las Azores existen tradiciones acerca de la isla-continente, pero, sin duda, fueron transmitidas por los portugueses, que encontraron las Azores deshabitadas. Los habitantes de las islas Canarias eran una raza blanca primitiva, como señalaron los primeros exploradores españoles —que conocían la escritura— y que contaban con tradiciones que les señalaban como sobrevivientes de un imperio isleño anterior. Su supervivencia concluyó con su redescubrimiento, ya que fueron exterminados en una serie de guerras con los invasores españoles. A consecuencia de ello se ha perdido lo que podría haber sido un fascinante y tal vez único vínculo directo entre la Atlántida y nuestra época.
Los pueblos celtas del oeste de Francia, Irlanda y Gales guardan recuerdos de antiguos contactos con las gentes de las tierras del mar. En Bretaña existen muy antiguas “avenidas” de menhires, colosales piedras verticales que descienden hasta el borde del Atlántico y continúan bajo el mar. Si bien ni siquiera los más entusiastas “atlantólogos” han sugerido que estos “caminos” submarinos pueden conducir a la Atlántida, lo más probable es que realmente llevasen a los campamentos galos cercanos a la costa y que ahora están sumergidos, ya que la costa francesa ha retrocedido considerablemente desde que fue colonizada. Sin embargo, en un sentido espiritual, podríamos tener razón al considerar que esos caminos llevan, efectivamente, a la Atlántida, ya que señalan una dirección que nos conduce a un lugar que existe en el recuerdo y llaman nuestra atención sobre los territorios perdidos bajo el mar.
Si existió la Atlántida, y si su civilización fue realmente destruida, ¿por qué no se organizaron operaciones de búsqueda más completas para averiguar lo que había ocurrido? Tal vez para quienes vivieron en aquella época era como si hubiera sobrevenido el fin del mundo y por tanto, pensaban que se debía evitar aventurarse por el Atlántico.
Por los conocimientos de que disponemos ahora, los fenicios, a quienes algunos especialistas consideran sobrevivientes de la Atlántida, y sus descendientes los cartagineses fueron los únicos antiguos navegantes que se adentraron en el Atlántico, más allá de Gibraltar. Aquellos marinos tuvieron grandes dificultades para mantener en secreto sus provechosas rutas comerciales y para impedir que los romanos y otros posibles competidores “interfirieran” en su tráfico. Se sentían muy deseosos de perpetuar la referencia platónica a que el mar no era navegable y resultaba impenetrable en aquellos lugares “porque hay una gran cantidad de barro en la superficie, provocado por los residuos de la Isla ...”
Según el poeta Avieno, el almirante cartaginés Himilco hizo la siguiente descripción de un viaje que llevó a cabo por el Atlántico en el año 500 a.C.:
Tan muerto es el perezoso viento de este tranquilo mar, que no hay brisa que impulse el barco... entre las olas hay muchas algas, que retienen el barco como si fuesen arbustos... el mar no es muy profundo y la superficie de la tierra está apenas cubierta por un poco de agua... los monstruos marinos se mueven continuamente hacia atrás y hacia adelante y hay algunos monstruos feroces, que nadan entre los navios que se deslizan lentamente...
Otro de los documentos de la Antigüedad relacionado con la Atiántida es la Descripción de Grecia, de Pausanias, donde cita a Eufemos, el cariano (fenicio). Como podrá verse, el informe de Eufemos previene contra cualquier viaje por el Atlántico, pero especialmente hace la advertencia de que las mujeres no debían hacerlo de ninguna manera:
En un viaje a Italia fue desviado de su curso por los vientos y llevado mar adentro, más allá de las rutas de los pescadores. Afirmó que había muchas islas deshabitadas, mientras en otras vivían hombres salvajes... Las islas eran llamadas Satirides por los marineros y los habitantes eran pelirrojos y lucían colas que no eran mucho menores que las de los caballos. En cuanto avistaron a sus visitantes, corrieron hacia ellos sin lanzar un grito y atacaron a las mujeres del barco. Finalmente, los marineros, temerosos, lanzaron a la costa a una mujer extranjera. Los sátiros la ultrajaron, no sólo de la manera usual, sino también en la forma más horrorosa...
Otro asombroso incidente contribuyó a disuadir a los investigadores griegos del océano: después de conquistar Tiro, en Fenicia, Alejandro Magno envió una flota al océano, para llevar a cabo la posible conquista de otras ciudades o colonias fenicias que pudieran hallarse más allá del Mediterráneo. La flota se adentró en el océano... y no se volvió a saber de ella.
Los cartagineses hicieron todo lo posible por mantener en secreto sus rutas comerciales del Atlántico, ante griegos y egipcios, pero especialmente ante los romanos. Cuando ya no bastaron las leyendas acerca de los monstruos para impedir la competencia, recurrieron a menudo a medidas más resolutivas. La historia nos relata incidentes en que los barcos cartagineses eran deliberadamente hundidos, para no revelar su destino, cuando los barcos romanos los seguían más allá de Gibraltar.
Entre las tierras que frecuentaron estos antiguos marinos en el Atlántico figuró, según informa Aristóteles, la isla de Antilla, que tenía un nombre similar al de Atiántida. Los cartagineses tenían tal afán de mantener el secreto sobre su existencia, que la sola mención de su nombre fue castigada con la pena de muerte. Se cree que conquistaron Tartessos, una rica y civilizada ciudad de la costa occidental de España, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, que era tal vez la Tarshish mencionada en la Biblia por Ezequiel, quien dijo:
“Tarshish fue vuestro comerciante, en razón de la multitud de toda clase de riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo que ofrecían en vuestras ferias...”
En todo caso, Tartessos y su cultura desaparecieron en el siglo VI a.C. Si como se ha sugerido fue una colonia de la Atiántida, su destrucción significa la pérdida de otro posible vínculo con la isla sumergida y sus memorias, ya que, según se dice, conservaba documentos escritos de una antigüedad de seis mil años.
Los mitos acerca de los territorios e islas desaparecidas que cultivaron los pueblos que poblaban las costas del Atlántico oriental hacen referencia a lugares con nombres que suelen evocar recuerdos de la Atiántida, como es el caso de Avalon, Lyonesse, Antilla y otros muy distintos, como la isla de san Brandan y el Brasil. En otros casos se les describe simplemente como “la isla verde bajo las olas”.
Hasta tal punto creyeron los irlandeses en la existencia de la isla de san Brandan, que enviaron media docena de expediciones a buscarla durante la Edad Media y se firmaron acuerdos por escrito determinando su división, una vez que hubiere sido hallada.
Antilla, que es el mismo nombre —si no la misma isla— que los cartagineses con tanto afán procuraron mantener en secreto, fue considerada por los pueblos hispánicos como el lugar de refugio durante la conquista de España por los árabes. Se cree que los refugiados que escapaban de ellos navegaron hacia Occidente, conducidos por un obispo, y llegaron sanos y salvos hasta Antilla, donde construyeron siete ciudades. En los antiguos mapas se la sitúa generalmente en el centro del Océano Atlántico.
Los esfuerzos de fenicios y cartagineses por cerrar el Atlántico a otros pueblos marineros dieron como resultado la perpetuación de la idea de que el Atlántico era un mar condenado. Sin embargo, la Humanidad nunca olvidó las Islas Afortunadas y otros territorios perdidos. En los mapas anteriores a Colón aparecen una y otra vez, ya sea cerca de España o en el borde occidental del mundo: Atlántida, Antilla, las Hespérides y las “otras islas”. Como dijo Platón, “y desde las islas se podría pasar hacia el continente opuesto, qué bordea el verdadero océano”.
Mientras la Humanidad recuerda la Atlántida a través de las leyendas, algunos animales, pájaros y criaturas marinas parecen haber conservado también un recuerdo instintivo de la isla continente. El leming, un roedor noruego, se conduce de una manera muy curiosa. Cada vez que se produce un exceso en la población de estos animales y por consiguiente se produce un problema de escasez de alimentos, se reúnen en manadas y se precipitan a través del país, cruzando los ríos que encuentran en el camino, hasta que llegan al mar. Luego, penetran en el agua y nadan hacia Occidente, hasta que todos se ahogan. Las leyendas confirman lo que los atlantólogos sugerirían: que la manada de turones trata de nadar hacia un territorio que solía encontrarse hacia Occidente y donde podían encontrar comida cuando se les agotaban las provisiones locales.
En las bandadas de aves migratorias que procedentes de Europa, cruzan anualmente el océano en dirección a Sudámerica se ha observado un comportamiento aún más notable, motivado tal vez por un instinto conservado en la memoria. Al aproximarse a las Azores, las aves comienzan a volar en grandes círculos concéntricos, como si buscasen un territorio donde descansar. Cuando no lo encuentran, prosiguen su camino. Más tarde, en el viaje de regreso repiten la maniobra.
No ha podido establecerse si los pájaros buscan tierra o comida. El aspecto más interesante de este hecho es que el hombre atribuye a las aves su propia convicción, lo que es sin duda una actitud muy imaginativa, digna de la época de la leyenda, cuando hombres y animales intercambiaban sus pensamientos mediante el habla.
Hay otra muestra de memoria animal que resulta aún más sorprendente, aunque no constituye una prueba definitiva. Es la relativa al ciclo vital de las anguilas europeas. Aunque resulte extraño, Aristóteles, tan escéptico frente al relato de Platón sobre la Atlántida, aparece envuelto en esta cuestión que a menudo se citaba como demostración de la existencia de la isla sumergida.
Aristóteles, interesado como estaba en todos los fenómenos naturales, fue el primer naturalista que se sabe que planteó el problema de la multiplicación de las anguilas.
¿Dónde se reproducen? Aparentemente, en algún lugar situado en el mar, ya que abandonan sus estanques, arroyos y ríos cada dos años y nadan a lo largo de los grandes ríos que desembocan en el mar. Esto era todo lo que se sabía acerca del lugar en que se reproducían las anguilas, desde que Aristóteles planteó la cuestión, hace más de dos mil años. No se pudo llegar a determinar el lugar hasta hace veinte años, y resultó ser el Mar de los Sargazos, una masa de agua llena de algas, situada en el Atlántico Norte, que rodea las Bermudas y que tiene una extensión equivalente aproximadamente a la mitad de los Estados Unidos.
La travesía de las anguilas, bajo la forma de un enorme cardumen migratorio, ha podido conocerse con exactitud gracias al vuelo de las gaviotas que lo siguen y a los tiburones que nadan junto a él y que se alimentan de anguilas a medida que la migración se hace mayor. El cardumen tarda más de cuatro meses en cruzar el Atlántico. Después de desovar en el Mar de los Sargazos, a una profundidad de más de 500 metros, las anguilas hembras mueren y las jóvenes emprenden el viaje de regreso a Europa, donde permanecen durante dos años, para luego volver a repetir el fenómeno.
Se ha sugerido que esta migración de las anguilas podría tener una explicación en el instinto de desove que las mueve a retornar a su hogar ancestral, que tal vez era la desembocadura de un gran río que fluía a través de la Atlántida hasta llegar al mar, como el Mississippi en su travesía por los Estados Unidos. Dicho instinto podría compararse en cuanto a su dificultad con el del salmón de Alaska, que debe remontar los ríos contra la corriente, sorteando represas, ya que la anguila debe seguir el curso de un río que ya no existe y que alguna vez fluyó a través de un continente que se hundió hace miles de años.
Muchos han dicho que el Mar de los Sargazos constituía el emplazamiento de la Atlántida o el mar que se hallaba al Occidente de la isla sumergida. Un estudio del fondo de dicho mar podría demostrar válida una de las dos teorías, ya que una parte de los Sargazos cubre las enormes profundidades de las llanuras abisales de Hattaras y Nares, mientras otra se extiende sobre el promontorio de las Bermudas, con sus islas y montañas marinas.
Los fenicios y cartagineses contaban que ciertas algas marinas del Atlántico se desarrollaban de tal manera que entorpecían el uso de los remos de las galeras y retenían a los barcos. Si hacían referencia al actual Mar de los Sargazos, no hay duda que eran capaces de navegar durante largas distancias. Sin embargo, las algas de este mar no son lo bastante densas como para retener un barco y parece, pues, que los fenicios hubieran inventado semejante historia como otro recurso para disuadir a sus competidores.
Sea que las algas del Mar de los Sargazos constituyan restos de la vegetación sumergida de la Atlántida o no, lo cierto es que dicho mar en sí mismo, y sobre todo su ubicación, son temas fascinantes para la especulación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario